Por Alejandra Sanchez Inzunza y Pablo Ferri

Las fuerzas de seguridad en Argentina están bajo sospecha constante. En 2012 al menos 107 ciudadanos de la capital y la provincia de Buenos Aires murieron a manos suyas. Este es el retrato del colectivo Dromómanos —recién galardonado con el Premio Nacional de Periodismo 2013 por esta serie de reportajes—, de lo que sucede con “la bonaerense”, ese cuerpo policiaco que se convirtió en mafia.

Miguel Ángel Durrels, de 28 años, iba sentado en la parte trasera de un carro patrulla aquel domingo por la tarde. Los agentes le llevaban a la comisaría de Pilar, un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Vestía medio de gaucho, con pantalones bombachos oscuros y alpargatas blancas. Llevaba el pelo corto, barba de un par de días. Cuando llegaron a la comisaría los agentes de la patrulla contaron que le habían agarrado con una bolsita con 78 gramos de mariguana. Sus compañeros de la guardia lo encerraron en el calabozo. Parecía un caso sencillo. La policía relató que unos chicos en moto le habían pasado una bolsa a Durrels, que les había parecido sospechoso y entonces registraron al muchacho y encontraron la droga. En situaciones parecidas, el acusado siempre alega que la mariguana es para consumo personal y se libran de una condena larga. Pero esta vez, horas más tarde el caso se complicó. Ya de madrugada el preso apareció muerto en el calabozo, colgando de un cable blanco atado a la barra de una celda, ahorcado.

Al día siguiente, según el expediente del caso, el comisario tomó declaración a los cuatro agentes de guardia. David Cordobés, el que había encontrado el cadáver, dijo que en torno a las 3  de la madrugada, había bajado al calabozo a tomar impresiones de las huellas de Durrels. Junto a la puerta había visto a Sergio Rojas, el único preso que compartía el calabozo con él aquella noche. Rojas dormía. No había electricidad, así que Cordobés tuvo que forzar la vista para localizar a Durrels. El agente dijo que entonces lo vio al fondo del calabozo, “parado, inmovilizado, rígido” y que le llamó sin obtener respuesta. Cordobés miró más de cerca y vio que tenía su cuello atado a las rejas, “en posición” de ahorcamiento. En ese momento gritó pidiendo ayuda.  En su declaración ante el comisario, Rojas dijo que sólo se despertó cuando oyó gritar al policía. Miguel Ángel Durrels se había ahorcado a tres metros de donde estaba, pero él no había oído nada.

La ambulancia llegó 15 minutos más tarde y el cuerpo acabó en la morgue de Lomas de Zamora, un pueblo de la provincia al este de la ciudad de Buenos Aires. Semanas después la familia obtendría una copia de la autopsia. Miguel Ángel Durrels, varón, 1.68 de estatura, piel de color trigueña, cabellos negros, ojos pardos, boca, nariz y orejas medianas, barba y bigote de varios días, peso: 64 kilos, dentadura en buen estado a falta de algunas piezas. El informe decía que había muerto asfixiado por ahorcamiento y que su cuerpo presentaba lesiones en el rostro y el tronco, pero no aclaraba si se había ahorcado solo. Obviaba además si el cable que le había provocado la asfixia era el mismo que enlazaba su cuello cuando le encontraron. Un médico de la morgue de Lomas —que prefiere  su nombre en el anonimato—, criticó que el estudio tampoco contemplaba si la hendidura en el cuello coincidía con el cable. Además, dijo, omitía la forma de la marca que había dejado el nudo del cable en su piel. El médico apuntó que las lesiones en el rostro y el tronco podían deberse a golpes que el mismo Durrels se habría dado contra las rejas, pero que también podían ser “trompadas” de los policías. Insistió en que en un caso de posible enfrentamiento entre un preso y personal policial, el fiscal debe liderar la investigación, cosa que no hizo: los interrogatorios a los agentes de guardia los hizo el comisario jefe. Tampoco se había hecho una pericia genética que mostrase, por ejemplo, si Miguel Ángel Durrels se había agarrado a los barrotes, si había tratado de resistirse. La autopsia no determinaba si se había suicidado o  había muerto asesinado.

FOTOS: AGENCIAS Y NATHALIE IRIARTE

En los meses que siguieron a su muerte, familiares y amigos del joven se manifestaron en Pilar, pidiendo justicia en varias ocasiones. El 9 de octubre de 2013, un mes después de su muerte, el padre, Roberto Durrels, dos de sus hijas y un puñado de familiares y amigos recorrieron las calles de Pilar bajo una lluvia torrencial. Roberto Durrels llevaba una camiseta blanca con una foto de su hijo y una frase: “Justicia para Miguel Ángel”. Una hora más tarde llegaron a la comisaría de la policía bonaerense, responsable del centro, y empezaron a gritar: “Asesinos, asesinos”. Dejaron decenas de velas en la puerta de la comisaría, pegaron fotos de Miguel Ángel en las paredes y pintaron con spray: “¡Justicia!”.

Días más tarde acompañamos a Durrels padre a la calle donde habían detenido a su hijo. Roberto Durrels, un gaucho moreno y flaco que fuma ávidamente cigarrillos Philip Morris, miraba a todos lados como buscando a alguien que llega tarde. Estaba en la misma banqueta donde se había sentado su hijo días atrás. Enfrente había un supermercado chino y detrás una glorieta. A unos 50 metros un señor de pelo blanco cuidaba de su kiosco. “Pues de aquí se lo llevaron”, suspiró minutos más tarde, “de aquí se llevaron a Miguel Ángel”. Entonces pidió que nos fuéramos, quitó esos ojos de búsqueda y encendió otro cigarro.

Antes de marchar preguntamos a los dueños del supermercado, al señor del kiosco y a una vecina de enfrente. Ninguno había visto cómo detuviron a Miguel Ángel Durrels.

COMPRAR DELINCUENTES

Las sospechas de la familia coincidían con las que manejaban varias Ong’s de Buenos Aires especializadas en violaciones a los derechos humanos. Luciana Pols, investigadora del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) buscaba similitudes aquellos días entre el caso de Miguel y otros anteriores. Encontró varios en un par de minutos. “Estaba este pibe de Mendoza, William Vargas. Lo agarraron porque tenía seis plantas de mariguana en casa y le metieron en prisión preventiva. Entre que empezaba la causa penal contra él estuvo un mes preso y en ese tiempo le torturaron un grupo de siete agentes penitenciarios. Lo grabaron en video y lo subieron a internet”. Aquello ocurrió en 2011. Ese mismo año la policía bonaerense mató a un joven de 17 años en la ciudad de Balcarce. Al parecer acababa de comprar varios gramos de mariguana. El agente que le perseguía le disparó y el chico murió. Fue condenado hace unos meses. Declaró que el arma se le había disparado accidentalmente.

Tan sólo en 2012, según los datos del CELS, 107 ciudadanos de la ciudad y la provincia de Buenos Aires murieron a manos de las fuerzas de seguridad. En 49 estaba involucrada la bonaerense. Este mismo año una adolescente moría por una supuesta bala perdida del mismo cuerpo policial. La niña, de 15 años, estaba en el patio de su escuela en el municipio de Morón, en la provincia de Buenos Aires. También en Morón, un teniente de la policía provincial permanece detenido por asesinar a un menor por la espalda en 2008. Está condenado a seis años. El CELS y otras organizaciones como la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI) hablan de “gatillo fácil”, de que a la policía se le va la mano continuamente.

El periodista Ricardo Ragendorfer, autor del libro La Bonaerense, un retrato de las corruptelas de la policía de la provincia más poblada del país, documenta: “En países como México, Colombia o Rusia hay policías corruptos porque los compró la mafia. Acá en cambio la policía compra delincuentes. Dicen que las mafias tradicionales siempre fueron reticentes a instalarse en Argentina a lo largo del siglo XX  por la hostilidad que sentían por parte de la policía”.

Un alto cargo del ministerio de seguridad —que prefiere el anonimato— contaba un chiste aquellos días, que resume la visión que se tiene en Argentina de las fuerzas de seguridad: “Se reúnen representantes de tres cuerpos policiales para ver cuál es más efectivo. Están Scotland Yard, el FBI y La Bonaerense. Se trata de una prueba sencilla, el árbitro suelta un conejo, se le dan cinco minutos de ventaja y los policías salen a buscarle. El que menos tiempo emplee en volver con el conejo gana. Sueltan al primer conejo, se le da la ventaja correspondiente y sale Scotland Yard, que tarda 22 minutos en volver con el animal en custodia. Lo mismo con el FBI, que tarda 18 minutos. Sueltan el conejo de La Bonaerense, le dan cinco minutos de ventaja y los agentes salen a buscarlo. Cinco minutos más tarde llegan con un cerdo ensangrentado y malherido asegurando que es un conejo”.

INFILTRACIÓN DEL NARCO

Aquel 2 de junio de 2013, Nestor Roncaglia, jefe de la superintendencia de Drogas Peligrosas de la Policía Federal, terminó un procedimiento y se fue a casa. Al llegar bajó del coche y  vio a tres hombres que apuraban el paso hacia él. Dijo “hola”, pero en ese momento, uno de ellos sacó una pistola y le apuntó. Rocanglia, policía desde hace tres décadas, sacó la suya de la cintura y disparó al mismo tiempo en que las balas le llovían. Recibió tres disparos. Cayó de rodillas. Al mismo tiempo, uno de los hombres que intentaba matarlo se desvaneció en el suelo. Los criminales huyeron y el jefe antidrogas quedó tirado en la vereda hasta que salió su mujer a recogerlo. “Me salvé por 20 centímetros”, dice el agente mientras ve una y otra vez en su computadora aquel vídeo de 30 segundos del día en que casi pierde la vida.

Un jefe antidrogas tiene decenas de posibles enemigos.  Hasta hoy, Roncaglia no sabe quien intentó asesinarlo. Detuvieron al hombre que resultó herido, pero sólo determinaron que era un asaltante de casas. Que él y sus compinches provenían de la colonia General Rodríguez, un barrio marginal a las afueras de Buenos Aires. “Mi primera hipótesis es que fueron otros policías quienes entregaron mi casa para que me mataran. Los maleantes vivían a 70 kilómetros y no sabían que yo era policía”, dice en las oficinas de la Policía Federal.

El hombre a quien sus colegas llaman Ronco —considerado un sabueso policial por las múltiples investigaciones que ha encabezado—, señala su cuerpo y presume los tres balazos que recibió aquel día. Dos en la mano de calibre 32 y uno del 45 en el torso. En su oficina tiene un póster de la película “Soy Leyenda”, con su cara, un obsequio que uno de sus mejores amigos le regaló después del intento de asesinato. Su segunda hipótesis es que un narcotraficante al que condenaron a 12 años después de incautarle una tonelada de cocaína en 2008 en la General Rodríguez, ordenó su muerte. La tercera, hipotesis del fiscal, es que la policía “liberó” la zona para robar casas. “A veces la policía deja zonas libres sin vigilancia para que roben. Saben que una banda de ladrones irá y les informan de las cuadras donde no habrá agentes por unas horas. Pasa mucho en provincia, pero yo me sigo inclinando por la primera hipótesis”.

En los últimos años, Roncaglia ha participado en varios de los casos más mediáticos de Argentina, como la investigación a la llamada “mafia de los medicamentos”, una organización dedicada a la venta ilegal de fármacos; el crimen del agente chileno Arancibia Clavel, acusado de asesinar a un general de alto nivel en su país; varios robos importantes a bancos y el caso de corrupción de Schokender II, ex director de compras de la Fundación Madres de la Plaza de Mayo. Semanas antes de entrevistarlo, había atrapado al Delfín Zacarías, uno de los mayores narcotraficantes en Rosario, un capo que era amigo del intendente, de la policía local y al que nadie investigaba. Roncaglia lo arrestó con 300 kilos de droga. Las mayores bandas criminales rosarinas, los canteros y los monos, vendían lo que les proveía Zacarías.

“Le llevamos a la dependencia de la policía de Santa Fe y a los dos minutos ya tenía dos teléfonos celulares. Lo supimos porque investigábamos a parte de la organización. Un policía federal en Rosario fue detenido por avisar a la banda de un allanamiento. El fiscal Juan Murray vino expresamente a Buenos Aires a pedir apoyo a la Policía Federal. Nos dijo: ‘si voy a la fuerza local…’. La policía de Rosario nunca se enteró de lo que estábamos haciendo”, cuenta para detallar cómo las policías locales o incluso la propia Federal en las provincias,  están infiltradas por el narcotráfico. “Salimos de una dictadura violenta, pero ahora casi todos empezamos a trabajar con la democracia. Ocurren casos de abusos pero no tantos como antes”, defiende Roncaglia.

FOTOS: AGENCIAS Y NATHALIE IRIARTE

Las denuncias sobre la policía argentina vienen de décadas atrás. El diputado Marcelo Saín, quien colaboró en la reforma policial que se llevó a cabo entre 2004 y 2007, narra cómo varios policías estaban relacionados con torturas, asesinatos, que liberaban terrenos para que los delincuentes robaran (como se sospecha pasó en el caso de Roncaglia) y se corrompían ante los delincuentes. Hace 10 años, se llevó a cabo la descentralización de la policía para diferenciar la investigación de la práctica judicial y desencabezar la cúpula corrupta del cuerpo. “Despedimos en aquel entonces a 3 mil de menos de 40 mil agentes, muchos casos eran de alto rango”, afirma Marcelo Saín. La policía, agrega, era uno de los bastiones políticos de Buenos Aires, un tercio del sistema político argentino. Saín lamenta, después de la reforma, poco a poco, las cosas volvieron a funcionar como antes.

UN CASO COMO MUCHOS

En 1998, Roque Molfese, un porteño desempleado, llegaba todas las mañanas a una iglesia en el barrio de Liniers, Buenos Aires, que contaba con una bolsa de trabajo, en busca de una empleo temporal como albañil. Siempre llegaba con una mochila, donde guardaba su ropa de trabajo y un tupper con el almuerzo preparado por su esposa. Un día, un señor bien vestido le ofreció un trabajo para arreglar una casa en una provincia aledaña. Pasó por él, lo llevó a la estación de tren, le pidió que lo esperara un momento mientras compraba los boletos y le dio una bolsa para cuidar. Minutos después, un operativo policial llegó, abrió la bolsa y encontró decenas de cigarros de mariguana y varios sobres de cocaína. Roque Molfese fue a la cárcel. Daniel Rafecas recordaba el nombre de Molfese, después de haber participado en su juicio oral. Como fiscal adjunto, descubrió, gracias al testimonio del sacerdote y dos desempleados más que solían pasar los días en la bolsa de trabajo de la iglesia, que el albañil sólo llevaba un sandwich y un overol en su mochila cuando salió de casa. La droga no era suya, alguien se la había sembrado.

“Era muy perverso. Para mí fue como Alicia en el País de las Maravillas, trasponer una verdad policial que estaba en el expediente y pasar a otra realidad en la que los policías eran los criminales y el autor, inocente”, apunta el ahora juez. “Lo más grave es que si esta víctima no era el autor, ¿quién lo era? ¿de dónde surgió esa droga? ¿quién la puso? La respuesta es inexorable y terrible: la propia policía”.

Molfese fue el primero de 100 casos demostrados judicialmente en el llamado “Informe Rafecas””, donde se comprobó que unos 350 policías federales armaron casos falsos culpando a personas de bajos recursos, sexoservidoras, inmigrantes, mendigos y desempleados, de traficar droga, armas, robar autos y otros actos delictivos.

“¿Qué más facil hay que subir a un vehículo a dos mujeres que están ofreciendo un servicio sexual y después dejarlas en un auto lleno de droga?”, dice el ahora titular del Juzgado Criminal y Corrección Federal número 3 en la capital federal. Por Molfese, Rafecas llegó a otro caso de dos hermanos bolivianos que habían sido captados en la misma iglesia. En total, encontró 12 casos similares y decidió emitir un comunicado a otras fiscalías y juzgados para saber si tenían expedientes con ese modus operandi. “La policía se montaba sobre los estereotipos sociales que había sobre la gente y nadie dudaba”. A raíz del comunicado, el número de casos subió a 50 y así hasta duplicarse. En 2004, una vez finalizado el Informe Rafecas, los 350 agentes involucrados fueron expulsados de la Policía Federal y algunos fueron procesados por privación ilegal de la libertad, encubrimiento agravado, falso testimonio y falsificación de actas. Desde entonces, apunta Rafecas, no ha habido ningún procedimiento con esas características. La corrupción sigue presente aunque las prácticas de aquella época cambiaron.

Roncaglia admite las fallas dentro de la policía argentina. “45 mil  policías no pueden controlar a todo el mundo”. La propia Policía Federal, que tiene un poco más de prestigio que otros cuerpos, tiene que investigar constantemente a las policías provinciales por posibles casos de corrupción. Con él coincide Saín: “Cuando llega el negocio de las drogas, con un alto nivel de rentabilidad e invisibilidad y poco esfuerzo, es difícil que alguien que controlaba el juego clandestino y la prostitución no entre en eso”.

El caso más grave y sonado fue el de La Bonarense, que inspiró el libro homónimo de Rogerdorfer. A raíz de su publicación cayeron varias cabezas de la policía de Buenos Aires, incluyendo al entonces ministro de seguridad. Durante varios años se intentó hacer una reforma policial, pero el grado de corrupción era tal que no se concretaba. Entre 2004 y 2007, el secretario de Seguridad, Leon Arslanian, impulsó una reforma policial exitosa. Advirtió que la corrupción se articulaba de forma piramidal. Decide eliminar la figura del jefe, a donde llegaba todo ese dinero y descuartiza esa estructura en 18 departamentos autónomos. Así se rompe la ruta del dinero, indica Rogerdorfer. “Lo que no advirtió es que la Bonarense es un poco como el agua: toma la forma del envase que contiene”. La estructura empresarial en la que operaba la policía, se transformó entonces en una serie de hordas policiales autónomas, que según el periodista, se disputaban el gerenciamiento del delito en la capital y alrededores. Con los cambios de gobierno, la reforma perdió impulso, denuncia Ragerdorfer.

“Lo que hicieron es una contrareforma que devolvía atributos de sus peores épocas a la policía. (…) El que era jefe de la Maldita Policía, Pedro Anastacio Clotzic, muere de cáncer en brazos de su abogado y le dice: ‘Viste Alejandro, estos hijos de puta no me pudieron meter preso’”.

En el pequeño pueblo de Ibicuy, a 140 kilómetros de Buenos Aires, el hogar de los Durrels Calero es un santuario de amor a los caballos. De las paredes color amarillo de la sala cuelgan fotos de Fructis Good, un caballo de carreras que perteneció a la familia. La bombilla con que toman el mate viene adornada con una herradura y el busto de un jamelgo. Roberto Durrels alterna Philip Morris con cigarrillos Jockey Club. Su hijo Miguel Ángel vivía en Pilar la mayor parte del año. Pilar es la meca del polo en Argentina.

Miguel Ángel Durrels trabajaba de petisero en un club de polo a las afueras de Pilar. De enero a junio y de septiembre a noviembre, cuidaba las cuadras del club y alimentaba a los caballos. El día que fue detenido había salido a eso de las 10 de la mañana. El otro petisero del club dice que fue a comprar pan, algo de comer, quizá cigarros. Durrels fumaba dos o tres al día. Había un supermercado cerca, a diez minutos en bicicleta. No tardaría en volver. Pero se retrasó. Ya en la tarde su compañero empezó a preocuparse. Le llamó, pero no contestaba. Para entonces Durrels ya estaba en el calabozo.

FOTOS: AGENCIAS Y NATHALIE IRIARTE

Ni su padre ni sus hermanas dudan de que la policía bonaerense lo mató. Decían que él nunca se habría suicidado, que nadie se mata si le detienen con unos gramos de marihuana, que ni siquiera fumaba cannabis. Lo describieron como un muchacho feliz, amante de los caballos. Fernanda nos mostró videos de su hermano en el celular. Aparecía montando a caballo en Ibicuy,  bromeando con su hermano Carlos, siempre de boina azul, panzuda, parecida a la que usan los rastafaris. Fernanda decía que su hermano tenía una novia, Silvina, que tenía un affaire con un policía y que por eso lo habían matado. Pocos días después de la muerte de Durrels, Silvina desapareció. Cambió de casa y a veces mandaba mensajes ambiguos en Facebook a otra de las hermanas de Durrels: “Un día hablemos, sí hablemos”. Pero nunca hablaron. En su declaración ante la fiscalía antes de desvanecerse, Silvina dijo que había conocido a Miguel Ángel Durrels en marzo del año pasado y que eran “amigovios”, que era “rechispita” porque le gustaba hacer bromas siempre, que la última vez que lo vio fue el jueves anterior a su muerte.

Sergio Rojas, el preso que había compartido calabozo con Durrels, también desapareció. La familia pensaba que a Rojas le habían obligado a declarar lo que la policía quería. La mamá de Rojas, Silvia Gómez, vivía entonces en un barrio muy humilde de Pilar. Su hija vivía en la casa de al lado. Cuando murió Miguel Ángel, contaron, su familiar estaba preso por alterar el orden público. Ambas decían que Rojas era muy violento y que no les extrañaba que lo hubiese matado. Gómez dijo que cuando su hijo volvió de la comisaría aquel día contó que un joven había muerto. “Me dijo que él no lo había matado”. Sergio se fue. Su madre tenía la esperanza de que volviera porque desde hacía tiempo estaba en tratamiento psiquiátrico en un hospital de Luján, un pueblo próximo. No volvió.

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Sin Rojas ni Silvina, la familia Durrels se desesperaba. Roberto Durrels había visitado recientemente el calabozo junto a su abogado y el fiscal. La policía suponía que Miguel Ángel había arrancado un trozo de cable de la pared y se había ahorcado con él. Durrels padre, que sabe de electricidad porque él mismo hizo la instalación de su casa, dice que el cable que le señalaron era más fino que el de su hijo. Además, añadió, no parecía arrancado, más bien cortado con alicates.

Ni el petisero compañero de Durrels ni su patrón, Ignacio Negri, recuerdan haberlo visto fumando mariguana.  Negri, un joven de clase media alta, negó que la mariguana que supuestamente le requisaron a Durrels fuese para él o para cualquier jugador de polo.

Durrels regresaba a Ibicuy cuando la temporada de polo paraba. Allí compartía cuarto con Carlos, su hermano menor. Sobre la cama del mayor una lámina de un caballo dominaba el conjunto de paredes. Un sombrero y una boina marrón de gaucho pendían del tabique justo al costado. Del lado derecho, apuntalado con clavos, un taco de polo completaba la ofrenda.

Carlos se fue a dormir al rato. Afuera, en la sala, Roberto Durrels apuraba  su último cigarro. Era de noche. Su mujer ya se había acostado. En un momento se levantó, fue al cuarto y volvió a la sala. Traía un cinturón adornado con las iniciales MD, Miguel Durrels, de plata, muy hermoso. “Este era de mi padre y se lo iba a dar a Miguel”, dijo. Y se calló un buen rato. Luego señaló el techo. “¿Viste los cables? Yo los puse. Yo sé cómo son los cables”. Los gauchos son gente solitaria y Roberto eligió la soledad de su mesa para pensar, otra vez, que a su hijo se lo habían matado.

107 ciudadanos de la capital y la provincia de Buenos Aires murieron a manos de los cuerpos de seguridad en 2012

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JOSÉ LUIS PARDO, ALEJANDRA S. INZUNZA y PABLO FERRI en diciembre de 2011 transformaron un Pointer 2003 en una sala de redacción. Comenzaron un recorrido por América Latina del que Domingo ha publicado esta serie de reportajes sobre Narcotráfico en la región. Son periodistas de ruta haciendo periodismo ambulante. Síguelos en Twitter:@Dromomanos

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DROGAS: LA RUTA LATINOAMERICANA

El colectivo Dromómanos realiza un recorrido por América Latina para conocer las rutas y los métodos del narcotráfico en el continente. Éstos son los reportajes que, sobre cada país, ha publicado Domingo, y los que estarán en estas páginas próximamente:

Esta serie obtuvo el Premio Ortega y Gasset de Periodismo 2014 y fue finalista del Premio Gabriel García Márquez de Periodismo 2013.

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