Las fronteras existen para cruzarse

Traficantes por casualidad

Por Alejandra S. Inzunza y Pablo Ferri – Fotos: Reuters – EFE

 

En Nicaragua la suerte es aliada de ‘narcos de ocasión’, que un día tienen un golpe de fortuna y se vuelven ricos. Los habitantes de la mosquitia nicaragüense, la zona con mayor distribución de estupefacientes, son indígenas que vivían de pescar langosta, pero han encontrado otra manera de sobrevivir traficando cocaína.

Ese día Reinaldo Cruz despertó antes de que saliera el sol. Tomó un café con mucha azúcar, se puso sus botas militares y encendió un cigarro. Caminó hasta la orilla del mar, donde estaba varada su lancha, y esperó a que llegara su compañero. Amanecía cuando ambos salieron a mar abierto a pescar tiburones. Pasaron más de ocho horas a dos o tres millas de la costa, pero volvieron con las manos vacías. Reinaldo, un tipo flaco, tostado, de piel curtida y mirada cansada, caminaba ya para su casa cuando vio algo en la arena que llamó su atención. Era un bulto plastificado. Se acercó y lo tanteó: acababa de encontrar varios kilos de cocaína.

“Hay que esconderlo bien y esperar a que vengan a comprarlo”, le dijo a su compañero en voz baja. Al igual que Reinaldo, muchos indios misquitos de Sandy Bay, la comunidad más grande de la Región del Atlántico Norte de Nicaragua (RAAN), han hecho de la droga su negocio. Uno en el que la suerte influye más que otra cosa.

Sentado en la cocina de su casa, este hombre de 65 años cuenta cómo arregló su vida en una semana. “A los pocos días de encontrar el paquete, vinieron los extranjeros y me pagaron”, dice en un español difícil de entender. Los “extranjeros”, sobre todo narcos colombianos y hondureños, compran los kilos que los comunitarios encuentran a unos dos mil o tres mil dólares cada uno.

Con lo que obtuvo de la venta, Reinaldo construyó su casa, un cómodo hogar de madera de dos pisos. Además compró dos motores y otra lancha. De esta historia hace 13 años, pero la droga sigue cayendo en Sandy Bay y sus alrededores casi cada mes.

Ahora este buzo retirado vive de alquilar sus lanchas y cuartos, aunque de vez en cuando sale al mar. Una de sus inquilinas, Doña Juana, sonríe y mira al “viejo” en la escalera. “A ver si yo un día me encuentro un paquete. Así pago la universidad de mis hijos y dejo de vender mangos”, suspira mientras lava unos platos.

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—¿Por qué quieren ir a Sandy Bay? —pregunta desconfiado el comandante Miguel Castillo— Es la cuna del narcotráfico aquí.

Castillo, quien forma parte de la Policía Nacional de Nicaragua, rebusca entre nuestras mochilas, nos toma fotos —a los dos— de frente, de perfil y nos interroga por separado.

Estamos en un cuartucho del cuartel de la Fuerza Naval de Bilwi, la capital de la RAAN. Este es el Caribe pobre, aquí no hay grandes hoteles ni pasan los cruceros. Apenas hay turistas. Sólo llegar es una odisea: 25 horas en coche desde Managua o dos en una avioneta de 15 plazas. Esa es la razón por la que el comandante Castillo desconfía, por eso saca fotos de todas las hojas de nuestros pasaportes y nos retiene por más de tres horas en el cuartel. En su cabeza, dos extranjeros (un español y una mexicana) que han hecho el viaje hasta Bilwi —una zona estratégica en la ruta marítima del narcotráfico—, quieren subirse a una lancha y continuar dos horas más hasta Sandy Bay, son sospechosos en una de las áreas más armadas de la región. Prácticamente nadie viene a este lugar. Se dice popularmente que los extranjeros que llegan aquí siempre son narcotraficantes y, por tanto, los pangueros que nos llevan a Sandy Bay nos dicen que debemos pedir un permiso a la Policía antes de dejarnos abordar. Después del interrogatorio y la extensa revisión, el policía sentencia solemne: “Pueden ir a Sandy Bay, pero tal vez no regresen”.

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Un puñado de lanchas descansa en la orilla de la laguna salada, junto al pequeño muelle. A lo lejos se alcanzan a ver grandes mansiones de tres pisos, todas de colores pastel, con antenas de televisión por cable y decorados barrocos. Sandy Bay, con 15 mil habitantes, es la comunidad misquita más grande al norte de Bilwi y una de las más afectadas por el paso del huracán Félix en 2007, que dejó en la región 180 mil damnificados y más de un centenar de muertos. Fue también la que más rápido se recuperó. En Bilwi se quejan de que todo el cemento que llega a la zona es enviado de inmediato para aquí. La construcción está en auge. Decenas de personas llegan todos los días de otras comunidades, e incluso de Honduras, a trabajar de albañiles. Una postal de Sandy Bay podría ser la de una exuberante mansión, junto a un par de árboles gigantes con las raíces al aire por la fuerza del huracán, y unas vacas pastando.

Todos los días se va la luz. Todavía hoy, en la mayoría de los hogares las velas son la única forma de iluminar durante la noche, pero ahora aquellos con grandes casas tienen su propio generador. Las líneas de teléfono no llegan pero las antenas de celular sí. Potentes motocicletas han sustituido a los caballos. El alcantarillado no existe, pero un impresionante estadio de beisbol aguarda las horas previas a que se inicie la serie regional. La pintura luce fresca y las bancas relucientes.

El auge económico de Sandy Bay tiene su origen en la reactivación de la ruta de la droga que va de Sudamérica a Estados Unidos por el caribe nicaragüense. Todo empezó a finales de la guerra en Nicaragua (1978-1990), que dejó más de 50 mil muertos. Reinaldo recuerda los primeros síntomas, cuando la contrainsurgencia le obligó a enfrentar al gobierno revolucionario sandinista. Ya entonces vio algún bulto. Como soldado lo mandaron a Río Coco, en la frontera con Honduras, uno de los puntos más calientes de la ruta. “Ahí ya vi fardos de marihuana”, recuerda, “pero no los agarré porque eso entonces no daba dinero. ¡Ahora sí!”.

“La paz entre las células contrainsurgentes y el ejército sandinista supuso una reducción drástica de los cuerpos militares y así la fuerza naval perdió capacidad para controlar la ruta atlántica”, explica Roberto Orozco, investigador del Instituto de Estudios Estratégicos y Políticas Públicas. A finales de los 80 los narcos colombianos iban directo desde Colombia hasta Miami, Estados Unidos, sin detenerse en las costas. Luego llegó la paz al país centroamericano y un acuerdo de colaboración que los estadounidenses firmaron con Nicaragua, Costa Rica y Honduras para patrullar sus aguas internacionales. Con la vigilancia en alta mar, los narcotraficantes se vieron obligados a costear en pequeñas lanchas y lugares como Sandy Bay recuperaron atractivo como corredor y estación de servicio para los narcotraficantes.

“Son como una gasolinera. Primero, recopilan la droga que los narcotraficantes tiran al mar cuando son perseguidos por los guardacostas estadounidenses; después, el narco regresa a recoger la droga que tiró y se las compra. Segundo, es un servicio de abastecimiento de combustible, alimento y refugio temporal. Tercero, es un servicio de seguridad. Es una zona todavía armada, producto de la guerra”, apunta el especialista Orozco.

Desde entonces, la droga se ha convertido en el lenguaje de Sandy Bay. Kerlin Clark, una joven de 25 años que trabaja en una tienda de abarrotes, empieza a señalar a las personas que más se han enriquecido con el paso de la cocaína. “Allí está la esposa del wista (juez), ellos son dueños de la casa rosa gigante”, dice sonriente. “Todos ellos tienen mucho dinero, pero no invitan más que una cerveza” agrega.

Los días aquí se miden respecto a la última vez que cayeron los fardos. “Cuando cae droga, la gente se vuelve loca. Todos se van a buscar fardos. Quien tiene panga, sale al mar a buscar; los que no, van en moto a la playa. Todo el mundo sale de su casa”, apunta Kerlin, otra “desafortunada” que nunca ha encontrado uno.

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En el siglo XVII, cuenta el antropólogo misquito Avelino Cox, el capitán Henry Morgan arribó al puerto de Cabo Gracias a Dios, la actual frontera con Honduras. La fama de sanguinario de uno de los piratas más célebres del Caribe hizo temer a los misquitos por la vida de su rey. Sin embargo, después de reunirse, Morgan y el monarca se fundieron en un abrazo y sellaron una alianza que acabó con estos indígenas como tripulantes de los corsarios ingleses.

En una de las travesías, un misquito de nombre Willis subió a la montaña de la isla de San Fernando, en Chile, para buscar leña. Las flotas españolas se acercaban peligrosamente, así que el capitán y el resto de la tripulación escaparon y abandonaron a este hombre. Tres años después otro barco pirata, en el que se encontraba el hermano de Willis, regresó a la isla. El hombre, lejos de desfallecer, había construido su pequeño reino.

Cox asegura que los ingleses se apropiaron de esta historia. Para él, la inmortal obra de Daniel Defoe, Robinson Crusoe, publicada en 1719, está basada en la vida de Willis. Aunque tenga más de mito que de realidad, ese hombre solitario buscándose la vida en una isla, podría resumir el drama de la Mosquitia: una zona que siempre ha congeniado más con los extranjeros que surcan sus costas que con sus vecinos del Pacífico.

Los tesoros de los piratas ahora son los fardos de los narcotraficantes. Como antes, los lugareños han aprovechado la oportunidad. Hay quienes se han convertido en abastecedores de combustible o comida; otros se han dedicado a ‘tumbar’ (a robar droga a los narcos); otros quisieron convertirse en narcos y luego hay gente, como Reinaldo, que tuvo la ‘suerte’ de encontrarse los fardos que ellos tiraron por la borda cuando la Policía les perseguía. Y los narcotraficantes extranjeros han aprovechado las condiciones de la región —su aislamiento, su población y el poco control de las autoridades— para que el negocio florezca.

El contralmirante Roger González, jefe de la Fuerza Naval nicaragüense, es un hombre que habla claro, pero que se mueve entre la convicción en su trabajo y la frustración de perseguir a un ratón demasiado veloz. Cuando la Fuerza Naval tiene una lancha de tres motores, los carteles tienen una de cuatro. Incluso a González le consta que los criminales ahora utilizan sumergibles, aunque sus hombres no disponen de los aviones con tecnología infrarroja necesarios para detectarlos.

La presencia de las autoridades en la mosquitia nicaragüense es prácticamente nula. En Bilwi se concentra el cuartel general del Ejército que persigue a los narcotraficantes y se coordina con las agencias estadounidenses. Sin embargo, apenas hay una misión de 10 militares en Sandy Bay. El resto de las comunidades carece de presencia estatal. De vez en cuando, las autoridades revisan las lanchas que van de Bilwi a cualquiera de las otras comunidades, para cerciorarse de que no haya trasiego de droga o contrabando de alcohol —su consumo no está bien visto por las autoridades misquitas—, pero son esporádicos. La ruta está libre.

Los golpes que de vez en cuando dan los militares hablan del gran trasiego de droga y de las intrincadas relaciones entre los cárteles internacionales y la población local. La fuerza naval interceptó 4.7 toneladas de cocaína en 2011. De 2001 a 2010, decomisó 42.5. Mar adentro, asegura González, un decomiso normal está entre 2.5 y tres toneladas. El año pasado desarticularon una de las principales redes de tráfico en Wankluma, al suroeste de Bilwi. “Ahí tenían más de 200 barriles de combustible, tres lanchas rápidas y 16 fusiles de guerra M-16 y UCI”. Los cabecillas eran un nicaragüense, un hondureño y un colombiano, los extranjeros que mayoritariamente transitan esas aguas.

Gónzalez, sin embargo, no tiene dudas de que todas trabajan para algún cártel mexicano: “En el Pacífico opera (el Cártel de) Sinaloa. En el Caribe hay varios. Hemos encontrado hasta cinco sellos diferentes en los fardos: ‘samsonite’, ‘pepsi’, ‘el caballito’…”. Cada sello es la marca que indica a qué cartel pertenece la mercancía.

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Nicaragua no es un país violento comparado con sus vecinos del norte. Incluso con el ingente volumen de tráfico de drogas que pasa por las costas de la RAAN, el crimen organizado apenas deja sangre. “No hay muertos porque los narcos no permanecen ahí. No están compitiendo por territorialidad”, explica el especialista Roberto Orozco, una de las personas que más ha trabajado sobre el terreno en la región.

La paz se mantuvo en la zona a pesar de que desde 2006 casi la única autoridad era la Policía comunitaria —constituida por líderes misquitos—. No fue hasta el 1 de enero del año pasado, el día que mataron a un hombre en Sandy Bay producto de una balacera, cuando el Ejército volvió a la comunidad. El problema lo causaron mil 700 kilos de cocaína. Una persona murió, siete fueron detenidas (incluido un miembro de la Policía comunitaria) y el ejército decomisó ocho fusiles. Desde entonces, con los 10 militares, Sandy Bay muestra una aparente calma.

El episodio de Sandy Bay fue una excepción, pero no la única. Meses atrás, en la comunidad de Walpasiksa, al sur de Bilwi, un grupo de narcos abrió fuego contra dos lanchas del Ejército y la Policía; algunos misquitos también dispararon. La refriega acabó con tres muertos —un atacante, un policía y un militar— y 17 detenidos. La versión oficial establece que los narcos habían ido a Walpasiksa en busca de la cocaína que había en una avioneta que se había estrellado días antes en la zona. La investigación posterior descubrió una extensa red de viviendas en la comunidad que los narcos utilizaban para guardar la droga que pasaba por allí.

“La violencia, el desempleo y los expendios de droga son los problemas de nuestra comunidad. Están fuera de control. Te lo dicen abiertamente: tengo un expendio porque no tengo qué comer”, advierte Cora Antonio, una de las líderes religiosas más respetadas en la región. “Yo sé que hay personas detrás de la gente de las comunidades. Luego están los expendios medianos y pequeños. Ellos son los más pobres, no tienen cómo vivir. Aunque lo peor son los consumidores. Roban y asaltan, es un problema social. Hay madres que te buscan, cada vez más y que te dicen ‘ya no aguanto a mi hijo, qué hago con él’”.

En la RAAS, la Región Autónoma del Atlántico Sur, el paradigma de simple ruta de paso ha empezado a cambiar. El narcotráfico ha permeado hacia el interior del país y se ha configurado un mercado interno.

La violencia ha aumentado, aunque la cifra aún no se alarmante. Actualmente, la región registra una tasa de 42.7 homicidios por cada 100 mil habitantes, muy similar a la de Guatemala con una tasa de 45.2. Sólo en 2010 la Fiscalía investigó 33 muertes violentas, 22 homicidios y 11 asesinatos vinculados alcrimen organizado y al comercio de droga. Es la única zona del país que registra estos índices de violencia, que mantiene una media de 12 homicidios por cada 100 mil habitantes.

“Hay seis etnias diferentes en la zona. Se están estableciendo varios grupos que compiten por el mercado interno”, explica Orozco, “ya hay uno que se conoce como Conexión Chontale que pasa la droga de la zona de Bluefields hacia la capital. Managua ya produce una ganancia de 170 mil dólares semanales, según la Policía Nacional, más de ocho millones de dólares al año. Parece una cantidad pequeña pero para nuestra economía representa ya el 0.13% del PIB”.

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El mes pasado, 60 kilos de coca cayeron en Daoukura, otra de las comunidades misquitas al norte de Sandy Bay. La corriente del mar atrajo todos los paquetes a esta comunidad en la que hay que caminar una media hora desde la playa para ver una casa.

“Nicaragua no ve a la costa Atlántica como parte del país. La identidad que tenemos es la de narcotraficantes, ladrones y drogadictos”, dice el antropólogo Avelino Cox sobre la RAAN.

Daoukura es parecido a Sandy Bay pero sin mansiones. Las casas están más lejos una de otra. Un sendero de cemento también une a esta comunidad con otras como con Ataswara, donde es común la pesca de tortuga y las motocicletas son el medio de transporte.

Marlon Flores, beisbolista e instructor de deporte, nos hace un recorrido por la zona. Un equipo de mujeres juega softball en un campo de tierra. El sol se refleja en el sudor de la gente que busca refugio en la sombra. El calor es asfixiante por momentos, pero unos niños juegan en la cima de un árbol. A primera vista, parecería que en Daoukura no pasa nada.

Nuestro guía nos muestra un cuarto de concreto de 2×2 metros, que hace las veces de cárcel. Si alguien roba o tiene un comportamiento inapropiado, lo encierran allí hasta que la comunidad decide un castigo, como limpiar las áreas públicas o pagar una multa. “Si viene un colombiano también lo metemos allí y luego llamamos a la Policía”, dice.

Antes del recorrido nos presenta a los líderes misquitos. Cada comunidad tiene a los suyos, un wista (un juez), un maestro, un anciano y un síndigo (un consejero de la comunidad). Ellos deciden todo lo que pasa en Daoukura. Si alguien quiere comprar un terreno, ellos tienen que autorizarlo. Si llega droga, ellos deben repartirla.

Empezamos a hablar de la comunidad, de las tradiciones misquitas, de la pesca de langosta y las condiciones miserables en las que trabajan los buzos. Ellos contestan en español, con su acento cerrado. Al preguntar por la droga, sin embargo, empiezan a hablar en misquito, sueltan un par de carcajadas profundas y se van.

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Desde el miércoles, todo es beisbol en Sandy Bay. Aquí se concentra la serie regional de beisbol de la RAAN y todos los equipos de la costa y alguno del interior juegan hasta el domingo. El pueblo estrena su estadio. Los líderes organizan la venta de comida y las mujeres se preparan para cocinar tortuga, a pesar de la veda. Todos están de fiesta. La cerveza circula discretamente entre los puestos ambulantes de comida. Los niños se apresuran a sentarse a las afueras del estadio, junto al cementerio, para ver el partido. Sandy Bay gana por dos carreras. “Hace un mes que no cae droga por aquí, menos mal que estamos de fiesta”, dice una mujer.

Un día después, a las 4 de la mañana, el sol aún está oculto. Reinaldo acaba de levantarse. Se pone sus botas. Hace café, con mucha azúcar, y enciende su cigarro. Encierra a su perro en la cocina y nos acompaña al muelle. Las pangas hacia Bilwi solo salen a primera hora de la mañana. Caminamos por el sendero de cemento que cruza Sandy Bay. De fondo se escucha la música norteña que ha sonado toda la noche y algunos narcocorridos que cuentan las hazañas delChapo Guzmán, el líder del Cártel de Sinaloa. En alguna de las mansiones de color pastel, la fiesta continua. En el muelle, unas cuantas personas esperan por la lancha. Un gato se pasea a la orilla de la playa. Empieza a clarear. De repente un disparo al aire, unos gritos y muchas risas. Así se despide Sandy Bay. (Con información de José Luis Pardo)

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