Las fronteras existen para cruzarlas

El Ecuador ya no existe

Desde hace cuatro años los ecuatorianos habitamos un país desconocido. En él se mata a un candidato presidencial, se secuestran periodistas en vivo, el estado de excepción es la regla y hay balaceras, coches bombas y militares en las calles. Es un país que pasó de ser de los más pacíficos de América Latina al más violento. Un país que da miedo. ¿Cómo perdimos tanto en tan poco tiempo? ¿En qué momento comenzó a romperse todo en pedazos?

Por Isabela Ponce Ycaza

Luisa Ávila almorzaba sopa de pollo con su padre y su hija adolescente un sábado de mayo de 2024 cuando escuchó un grito de auxilio. Se asomó por la ventana de la sala y al otro lado de la reja que separa su casa de la carretera, a 15 minutos de la ciudad de Quevedo, vio a un anciano espigado, golpeado y sin zapatos.

La llegada de ese extraño fue casi una visita esperada.

Hace tres años otro grito de auxilio de un hombre sin camisa despertó a Luisa Ávila a las 3 de la madrugada. Desde entonces 20 personas han implorado ayuda delante de su casa: las dos veinteañeras, compañeras de trabajo, a las que vaciaron sus cuentas bancarias y les tocaron sus piernas y senos; el anciano con la cara ensangrentada que ofrecía transporte entre provincias con un bus escolar al que habían robado y roto la cabeza de un cachazo; el señor que alquilaba su carro de lujo y llegó desde otra ciudad a Quevedo, donde lo golpearon y le robaron hasta su camisa porque era de una marca costosa; el joven al que le robaron la moto y llegó a las 11 de la noche en medio de una tormenta, con tres impactos de bala traumática en su pierna.

Luisa Ávila le preguntó al hombre sin zapatos quién era, qué le había pasado, qué necesitaba, el breve interrogatorio que ya se había convertido en rutina. El hombre respondió que tenía 70 años, que era español y que había estado secuestrado cuatro días.

Cuando entró a la casa rechazó un plato de sopa porque, según dijo, no había probado bocado durante su cautiverio y temía que le sentara mal por su hipertensión, pero aceptó un cigarrillo para calmar los nervios. Con la voz entrecortada, al borde del llanto, contó que los secuestradores habían pedido un rescate a su esposa y le habían dicho que no contactase a la Policía. Pero ella lo hizo. Los criminales se enteraron y lo golpearon. Después, con la cabeza cubierta y las manos amarradas con los cordones de sus zapatos, lo botaron en la Vía San Carlos, una carretera de la Costa ecuatoriana con un alumbrado público que funciona a medias, rodeada de miles de hectáreas verdes de plantaciones, y unas pocas casas como la de Luisa Ávila.

 

 

Luisa Ávila vive en la vía San Carlos, una carretera que también es conocida como la ruta ecológica y lleva a la ciudad de Quevedo, en la provincia de Los Ríos, Fotografía de Galo Barzola para GK.

 

“Ahora (los grupos criminales) tienen todo organizado, los unos hacen inteligencia, los otros eligen los blancos. Otros hacen el secuestro. Otros los alojan. Otros negocian”, dice Sergio Barcia, un hombre oriundo de Quevedo, que fue secuestrado hace 15 meses.

Pero Quevedo, una ciudad agrícola en el húmedo y caluroso centro del país, y sus alrededores no era así. Los Ríos, la provincia donde está Quevedo, cerró el 2024 con la tasa de homicidios más alta del país: 90 por cada 100 mil habitantes, nueve veces por encima de lo que la ONU considera una epidemia de violencia. Pero Los Ríos no siempre fue así. El Ecuador no siempre fue así.

Los cuerpos colgados de puentes eran noticias internacionales de México o una escena de Narcos, la serie de Netflix. El Ecuador que conocimos tenía playas a las que se podía ir por la noche, bares abiertos hasta la madrugada, y mujeres haciendo dedo en las carreteras.

Pero ese país ya no existe.

En menos de cinco años pasamos de ser uno de los más pacíficos de América Latina a encabezar la lista de homicidios por cada cien mil habitantes. En 2019 la tasa era de 6,7. En 2023 alcanzó los 44,5. El año pasado cerró con 38,8, o lo que es lo mismo: un ecuatoriano fue asesinado cada hora y cuarto. Ese mismo año la tasa de México, el país que veíamos como el epítome de la violencia, fue de 11,7.

Los ecuatorianos hemos tenido que aprender a habitar otro país.

En cada grupo de conocidos, amigos, familiares, la violencia siempre es tema de conversación y es difícil encontrar alguno en el que no haya una víctima de los delitos que hoy son nuestra cotidianeidad: 1.457 denuncias de secuestros, 1.089 de homicidios, 5.962 de asesinatos, 18.925 de extorsiones solo en los primeros 9 meses de 2024.

En este nuevo Ecuador moverse por el país requiere códigos de cuidado como, por ejemplo, evitar el anillo vial de Quevedo, un bypass que se construyó para que los viajeros no tengan que atravesar la ciudad y puedan llegar a sus destinos más rápido. Solo en 2023, la Corporación de Gremios Exportadores del Ecuador contó 600 delitos, como robos y secuestros, y más de 30 muertes en esa vía.

 

 

El anillo vial de Quevedo se ha convertido en una de las carreteras más peligrosas del país. Fotografía de Galo Barzola para GK.

 

En estos cuatro años todos tuvimos una especie de epifanía como la de Luisa Ávila, una primera vez demoledora en la que nos dimos cuenta de que el país en el que crecimos se esfumó.

La de Saúl Jijón, abogado, quiteño, fue el día en que le llegó un mensaje de Whatsapp en el que amenazaron a su familia y le pidieron 2.000 dólares sin decirle por qué.

La de Andrea Ramos, financiera, quiteña, 34 años, fue cuando vio el rostro de una conocida en un cartel de desaparecidos en una autopista en las afueras de Quito que transita todos los días. La mujer había sido secuestrada.

La de Leonardo Ceballos, comunicador de 36 años, fue un domingo cuando almorzaba chuleta con sus papás, hermanos, y esposa en la ciudad portuaria de Manta, capital del narcotráfico ecuatoriano, y recibió un mensaje que decía que el alcalde de la ciudad, Agustín Intriago, había sido asesinado.

La de María Suárez, emprendedora de 36 años, fue cuando recogió a sus hijos en una escuela privada en Guayaquil y vio cómo otros niños se subían a carros blindados y rodeados de guardaespaldas.

La de Sergio Barcia, cuando secuestraron a su suegro en Quevedo y le tocó negociar con los criminales y pedirle a la Policía que no interviniera.

La de Naomi Mosquera, estudiante de 23 años, fue un lunes a las siete de la mañana cuando iba en un bus que disminuyó la velocidad al pasar bajo un puente peatonal desde donde caía una soga. Una hora antes colgaban de ella dos cadáveres frente a un colegio en la entrada de Esmeraldas.

La de María José Manrique, de 37 años, fue el día en que ninguno de los niños de cuatro años de los que era profesora fue al colegio, y ella tuvo que grabar un video explicándoles que era más seguro que se quedaran en casa.

La de María Isabel Aguirre, marketera, 37 años, fue cuando intentó ir a recoger al colegio a su sobrino entre los disparos de delincuentes y policías el día en que un comando de adolescentes transmitió el secuestro de periodistas y operarios de TC Televisión, en Guayaquil. Su hermana se quedó en casa. La familia había llegado a la conclusión de que la mamá del niño no se podía morir.

La primera vez que yo me di cuenta de que el Ecuador que conocía ya no existe fue cuando, sentada frente a mi computadora y con un nudo en el cuerpo, intentaba confirmar lo que me parecía imposible, y leí el tuit del periodista Christian Zurita que decía “Mataron a mi amigo”. El candidato presidencial Fernando Villavicencio había sido asesinado.

 

 

Un día después del asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio hubo un memorial público para que sus seguidores se pudieran despedir. Fotografía de Vanessa Terán Collantes para GK.

 

En estos años el acto más directo de violencia que he sufrido ha sido un intento de robo con un cuchillo, pero el miedo penetró en mis espacios más íntimos. Ya no puedo, o tengo miedo, de viajar por las carreteras a cualquier hora. No puedo, o tengo miedo, de salir hasta tarde. Mientras se sucedían las malas noticias, y creo que yo me acostumbraba a ese horror, empecé a preguntarme obsesivamente: ¿En qué momento uno de los países más pacíficos de América Latina se convirtió en uno de los más violentos del mundo? ¿Cómo pudo cambiar tanto en tan poco tiempo? Estoy convencida de que eso mismo se preguntan todos los ecuatorianos. Por eso comencé este reportaje, para responder en qué momento el Ecuador que conocí ya no existe.

Porque el Ecuador ya había cambiado antes del 9 de enero de 2024 cuando un grupo criminal secuestró en vivo un canal de televisión, explotaron coches bomba, ciudadanos murieron en las calles por las balas perdidas, y el mundo se volteó a ver al verde país de 18 millones de habitantes. Antes del 9 de agosto de 2023 cuando asesinaron a Villavicencio a balazos, a la luz de la tarde, y en Quito, la capital.

Para entender en qué momento nuestro país se empezó a romper en pedazos, hay que mirar atrás al menos una década, cuatro gobiernos, y empezar por mirar un lugar al que durante mucho tiempo no quisimos mirar: las cárceles.

 

***

 

El 7 de enero de 2024, los ecuatorianos nos enteramos de que José Adolfo Macías, más conocido como Fito, se había fugado de la cárcel. Fito, según un video musical de narcocorrido que se publicó en septiembre de 2023 mientras todavía estaba en prisión, es un hombre robusto de pelo y barba largas, negras y espesas, y líder de Los Choneros, uno de los 22 grupos de delincuencia organizada y narcotráfico que el gobierno de Daniel Noboa catalogó como terroristas el mismo día en que los ecuatorianos supimos de primera mano qué era el terror.

Sabíamos quiénes eran Los Choneros. En diciembre de 2020, su entonces líder, José Luis Zambrano, alias Rasquiña, fue asesinado en un centro comercial de la ciudad costera de Manta que, durante décadas, se sabía, sabíamos, que era un lugar de paso del narcotráfico, y donde funcionó una base militar estadounidense hasta 2009 cuya salida es señalada por varios especialistas como una de las razones por las que el país se volvió violento.

Rasquiña estaba fuera de prisión por una liberación fraudulenta que le dio uno de los muchos jueces corruptos que han permitido que peligrosos delincuentes salgan de la cárcel por la puerta principal. Pero incluso después de su asesinato y los motines carcelarios —entre 2020 y 2023 más de 500 presos fueron asesinados en masacres— la idea generalizada entre los ecuatorianos era que lo que pasaba en la cárcel se quedaba en la cárcel y lo que pasaba entre los grupos criminales era solo cosa de criminales.

 

 

La Penitenciaría del Litoral, en Guayaquil, es una de las cárceles más violentas del país. La mayoría de pabellones están controlados por Los Choneros. Fotografía de Vanessa Terán Collantes para GK.

 

Lo que ocurriría los días siguientes a la fuga de Fito de la prisión de Guayaquil, una de las que 10 años antes Rafael Correa había prometido que dejaría de ser manejada por “los capos de la mafia”, nos mostró que estábamos equivocados y nos obligó a mirar al pasado para explicar un presente desconocido.

“En el país hubo una reorganización y ampliación del espacio carcelario donde el Estado alimentó la aparición del crimen organizado”, dice Jorge Núñez, un antropólogo de barba gris y lentes de marco grueso, que por más de 20 años ha trabajado con presos y sus familias.

Esa “ampliación” comenzó en 2010 cuando el gobierno de Rafael Correa declaró el estado de emergencia en las prisiones porque, según las cifras oficiales, habían llegado a un 93% de su capacidad y anunció la construcción de tres megacárceles para solucionar el hacinamiento: dos en la Sierra —en Latacunga y Cuenca—, y una en la Costa, en Guayaquil.

Cuatro años después, en el enlace ciudadano número 353 de los 523 que hizo durante su década como presidente, Correa dijo que el 2014 sería “histórico porque será el fin del hacinamiento en nuestras cárceles”.

Pero mientras la propaganda oficialista afirmaba que las megacárceles solucionarían el hacinamiento, lo cierto es que el gobierno estaba tomando medidas que acabarían por llenarlas.

 

 

Durante 10 años de gobierno, el presidente Rafael Correa tuvo 523 enlaces ciudadanos, más conocidos como sabatinas. La 312, en el año 2013, fue en la provincia fronteriza del Carchi. Fotografía de la Secretaría de Comunicación de Ecuador.

 

En 2013 se creó la primera tabla que fijaba montos específicos que las personas podían poseer de marihuana, cocaína, heroína, éxtasis o anfetaminas. La idea era poder diferenciar a los consumidores de los traficantes. Esa tabla se alineaba a la Constitución de 2008 que reconoció la adicción a las drogas como un problema de salud pública y decía que no se criminalizaría el consumo. Para diferenciar aún más a los consumidores, en 2014 el nuevo Código Penal los clasificó en mínima, mediana, alta y gran escala. Pero la tabla de drogas, como muchas políticas que se construyen desde los escritorios sin entender qué pasa en las calles, tuvo un impacto que Max Paredes define como “moralista”.

 

En los últimos años, las cárceles han estado militarizadas para intentar mantener el control e impedir que ocurran más enfrentamientos entre bandas criminales. Fotografía de Vanessa Terán Collantes para GK.

 

Paredes, que investiga la política de drogas en Ecuador por más de una década, dice que “cuando la Policía empezó a detener a los consumidores, la gente quería que fueran a la cárcel y se quedaran ahí. Pero por la cantidad, el juez decía ‘es mínima escala’ e iban presos de 2 a 6 meses”. Según Paredes, cuando la gente le reclamaba a los policías por no ser más severos, “ellos respondían ‘no podemos detenerlos por la tabla’. Y ahí empezó a verse como un instrumento que permitía que la gente consumiera droga”.

Aunque los datos contradecían a los prejuicios y rumores, se empezó a asociar a la tabla con el aumento del microtráfico. En una sabatina de septiembre de 2015, Rafael Correa dijo que la tabla debía ser más estricta. “El criminal que venda aunque sea 0,1 gramo de heroína a nuestros jóvenes irá preso por lo menos 4 años”. Así, la cantidad que los ciudadanos podían poseer —definida por los tecnócratas como dosimetría penal— que había sido definida entre el Ministerio de Salud, Interior, abogados y más expertos, fue destruida en 15 días. Ese mismo año se tomó otra decisión para endurecer las penas: el fallo de triple reiteración. Quienes eran sancionados por temas de droga y poseían, por ejemplo, tres sustancias, se les acumulaba las cantidades y penas.

“La transformación causó que todos sean detenidos, ingresen al sistema penal, y no vayan por otra vía, una vía social”, dice Max Paredes.  “Quien entraba por drogas, tenía sanción y era súper fuerte. La cárcel comienza a ser el espacio de networking para poder generar otras redes, otros tipos de negocio”.

Las megacárceles que habían sido creadas para resolver el hacinamiento se empezaron a repletar de personas sin dinero para un abogado. En 2014 eran cerca de 26.000 presos, para 2023 eran poco más de 31.000. El Estado les daba un defensor público, pero no había suficientes, y los tiempos dentro de la cárcel se extendían.

La economía dentro de la prisión también cambió. Los reos que cumplían su condena trabajaban cocinando o limpiando y usaban ese dinero para sobrevivir e incluso darles a sus esposas e hijos. Kaleidos, el centro de estudios que Jorge Núñez cofundó, encontró que cada mes un preso necesita al menos 240 dólares para vivir. Pero con más gente, la mayoría pobre, durante más tiempo, el Estado no podía cubrir el costo de los reos y las bandas aprovecharon para crecer y tomar el control dentro de la prisión. Unirse a los grupos delincuenciales fue un modo de supervivencia para los presos dentro de la cárcel, fuera sus familiares tuvieron que empezar a ayudarlos económicamente, algunos de ellos también a través de negocios ilícitos.

En 2017, Correa dejó el poder cuando el país estaba hundido en una profunda crisis económica por la caída del precio del petróleo. Como una medida de austeridad, su sucesor y enemigo capital, Lenín Moreno, eliminó el Ministerio de Justicia, Derechos Humanos y Cultos, que se encargaba de manejar el sistema penitenciario, y creó una institución con un nombre innecesariamente largo, manejado principalmente por policías que habían trabajado en antinarcóticos: el Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas la Libertad y Adolescentes Infractores.

Cuando el 7 de enero de 2024 nos enteramos que Fito se fugó de la cárcel de Guayaquil, Los Choneros controlaban al menos la mitad de esa prisión. El grupo delincuencial, que nació en los 90 y robaba carros, extorsionaba, secuestraba y asesinaba en modalidad de sicariato principalmente en la provincia de Manabí, ahora es una de las organizaciones más poderosas del país. Logró reclutar a otras bandas, como Los Ñetas, que operan dentro y fuera de las cárceles, logrando expandir su alcance en diferentes provincias y ampliando sus redes con organizaciones criminales internacionales como el Cártel de Sinaloa de México.

Un día después de que el gobierno se diera cuenta que Fito no estaba en su celda, Fabricio Colón Pico, uno de los líderes de la banda Los Lobos, también se fugaría. En 2021, junto a otros grupos criminales como Los Tiguerones, Los Lobos le declararon la guerra a Los Choneros.

En los últimos años, Los Lobos han expandido su poder en todo el país: están en 16 de las 24 provincias, según Insight Crime. Están fuera de las cárceles pero también dentro: controlan parte de la prisión de Latacunga y Turi, dos de las megacárceles construidas durante el correísmo. Se financian con extorsiones, secuestros, microtráfico y robos. Sus tentáculos también han llegado a México, donde sus aliados son el Cártel Jalisco Nueva Generación.

El mismo día en que Colón Pico se fugó, el presidente, Daniel Noboa, que llevaba seis semanas en el poder, decretó el estado de excepción, una medida se ha convertido en la regla desde entonces.

 

La presencia de militares en las ciudades ecuatorianas se ha convertido en una constante mientras rigen estados de excepción que el presidente ratifica con decretos ejecutivos. Fotografía de Diego Lucero para GK.

 

Un día después de esa primera declaratoria, los ecuatorianos conocimos el terror.

 

***

 

Ese terror del 9 de enero de 2024 lo comencé a sentir cuando me llegaron por Whatsapp videos y fotografías de presos que estaban de pie con sus rostros cubiertos y sosteniendo cuchillos o pistolas apuntando a guías penitenciarios, arrodillados o sentados, con la cabeza inclinada o la mirada desorbitada. “Tus amenazas y tu estado de excepción no nos intimidan, nosotros ya estamos muertos”, dijo un preso de pantalón deportivo, suéter con capucha y pasamontañas negros, en un video dirigido a Noba.

Pero el delincuente no solo le habló al Presidente, sino a todos.

Nos recomendó que no saliéramos por la noche porque “policía o militar que encontremos, también serán asesinados”, dijo. Y nos confirmó lo que sospechábamos, pero quizás nos negábamos a reconocer: que las bandas coordinan sus ataques de los dos lados de las rejas.

 

 

El 9 de enero de 2024, la Plaza Grande, en el centro histórico de Quito, la capital ecuatoriana, se repletó de policías y militares armados. Fotografía de Diego Lucero para GK.

 

Mientras en siete cárceles del país 178 guías penitenciarios y otros funcionarios estaban retenidos, y en ocho provincias había explosiones y coches bomba, millones de ecuatorianos veíamos, en vivo, cómo un grupo de encapuchados amenazaba con asesinar a periodistas en un set de televisión en Guayaquil.

En el set, unos lloraban, otros se agarraban la cabeza, otros estaban boca abajo. En la redacción del medio que dirijo, unas lloraban, otras se abrazaban, otras llamaban a sus novios, madres, esposas. Entre la pantalla y la redacción, pensé en Alina Manrique, una periodista que trabaja en TC y fue mi compañera hace 17 años en un periódico. Le escribí para saber si estaba bien. Ocho minutos después la vi, acostada de lado, con la cabeza sobre las piernas de un compañero con las manos juntas en el pecho, luego cubriéndose la cara, en el piso rojo y brillante del set.

Entre la confusión, pedí resguardo policial al Consejo de Comunicación, mientras esperaba angustiada el mensaje de mi papá, que vive en Guayaquil, de que ya había llegado a su casa. Ese día, balas perdidas en la ciudad más poblada del país dejaron al menos ocho muertos que caminaban o manejaban por las calurosas calles intentando llegar a sus casas. Uno de ellos, un músico treintañero que iba a recoger a su hijo al colegio, murió en una avenida a cinco minutos de la casa de mi padre.

Esa tarde, los carros, taxis y buses formaron filas que parecían interminables en las calles y avenidas. La gente intentaba estar a salvo de una amenaza que no terminaba de entender. En la redacción, les dijimos que quienes querían irse, podían hacerlo. Algunos salieron y tardaron más de dos horas en llegar a sus casas; un trayecto que les solía tomar 30 minutos. Otros nos quedamos en la oficina hasta que no se escucharon carros ni personas en las calles.

Esa noche me sentí como cinco meses antes cuando leí el tuit de Christian Zurita. O como la mañana del 24 de marzo de 2023 cuando Karol Noroña, una reportera del medio que dirijo recibió una amenaza de muerte y tuvo que exiliarse; fue la primera de 16 periodistas que tuvieron que dejar el Ecuador o su ciudad para proteger su vida. Esa noche fue muy difícil dormir.

El día que Karol Noroña se exilió sentí que el Ecuador se estaba rompiendo a pedazos. El día que mataron a Fernando Villavicencio sentí que el Ecuador había tocado fondo. La noche que vi el video de los presos advirtiéndonos de que no saliéramos a las calles, me pregunté si ese fondo existía o si la caída era en espiral eterna.

 

***

 

Después del 9 de enero procuraba llegar con luz a casa, no salí a comer con ninguna amiga ni a visitarla, y me obsesioné con preguntarle a los conductores de Uber, al dueño de la tienda frente a la oficina, al guardia del edificio, a la profesora de pilates, a todos, cómo se estaban cuidando. “Yo ya no salgo de mi casa”, me dijo una amiga que vive en Samborondón, un suburbio de clase alta frente a Guayaquil, donde en marzo de 2023 hubo un sicariato en un patio de comidas considerado exclusivo y seguro. “Ya no se puede ir a ningún lado”, me dijo otra, luego de contarme que fue a tomar helado con sus dos hijos y se regresó enseguida porque había dos hombres sentados, de gafas, y rodeados de guardaespaldas armados. “Yo ya no hago carreras de noche”, me comentó un taxista.

 

Los primeros días del estado de excepción en enero de 2024, la Plaza Grande, donde está el palacio de Gobierno, estaba vacía y vallada. Fotografía de Diego Lucero para GK.

 

Desde la toma del canal y las balaceras en las calles de enero de 2024 en Guayaquil tardé diez meses en volver a la ciudad donde nací y crecí, donde vive mi papá, parte de mi familia y mis amigas.

En el último año y medio, colegas y amigos de México, Colombia y El Salvador me hicieron la misma pregunta: ¿En qué momento el país se fue a la mierda?

A pesar de las explicaciones técnicas de los expertos y las conversaciones con cientos de ecuatorianos sobre violencia durante un año que he tenido para poder entender qué pasó con Ecuador, no podía responderles con exactitud. Este reportaje tampoco despeja todas las incógnitas, pero es mi esfuerzo más honesto.
Busco en mis notas para seguir contestando y encuentro cuatro pequeñas historias y pistas.

En 2011, Lorena Piedra, una investigadora con el pelo de puntas azules agarrado con un moño, y más de 10 años investigando los sistemas de inteligencia y el narcotráfico en el país, viajó a San Lorenzo, una ciudad en Esmeraldas, frontera con Colombia. Allí entrevistó profesores que le dijeron que de repente un niño no volvía a clases y seis meses después aparecía con una moto, dinero para pagar sus gastos y los de su familia. “Se convierten en líderes, Guacho era un líder en su comunidad”, me dijo Lorena Piedra sobre el hombre que pertenecía al Frente Oliver Sinisterra, una disidencia de las FARC, y a quien se le atribuyó el asesinato de los tres periodistas de diario El Comercio en 2018.

En abril de 2016, una semana después del peor terremoto de la historia contemporánea del Ecuador, viajé a Pedernales, una ciudad frente a la playa en la provincia de Manabí, y el epicentro del sismo. Una señora que se ganaba la vida vendiendo almuerzos se quejaba amargamente de cómo las cosas habían cambiado luego de que la ciudad quedó destruida. “Ni las avionetas aterrizan ya”, dijo. Ella normalizaba las avionetas, yo no entendía, o no quería entender, el contexto. Manabí, donde queda Manta y aterrizaban avionetas, era también la provincia de Ángel Méndez. En junio de 2024, el adolescente de 18 años fue asesinado en su casa en Chone. Era más conocido como Cara sucia, era parte de la banda Los Cornejos y era sicario desde los 13 años.

 

El epicentro del terremoto en 2016 fue en Pedernales, una ciudad de la provincia de Manabí, donde muchos de sus habitantes dijeron que veían aterrizar avionetas. Fotografía de Isabela Ponce para GK.

 

A finales de 2022, poco después de que los pasajeros del bus en el que iba Naomi Mosquera se asomaran para ver si había rastros de sangre en la calle, la universitaria me dijo que empezaron a aparecer restos de personas en Esmeraldas. “La mayoría de veces eran encontradas por niños”, recuerda. “El sobrino de una amiga encontró una cabeza en una vereda”.

Ese mismo año, en esa misma ciudad, se publicó un vídeo en el que se ve una mano en primer plano —tatuada, con anillos plateados en todos los dedos— y al fondo, en un patio abierto con gradas de cemento están más de 40 niños, adolescentes y jóvenes de no más de veinte años.

 

—¡¿Quiénes somos?!  —pregunta el hombre del que solo se ve su mano con la que hace el gesto de un arma.
¡Tiguerones!, responden en coro.

¡Tiguerones!  —responden en coro.

 

Quizás el Ecuador que yo no reconozco ya existía en algunos rincones como Esmeraldas, Quevedo, Manta. Quizás, así como Ecuador era una supuesta isla de paz en medio de una región violenta, Quito, mi entorno, mi vida, era también una isla del Ecuador. Así como no vi, no vimos, no quisimos ver, lo que pasaba dentro de las cárceles, tampoco vi, vimos, quisimos ver lo que hicieron los políticos de turno en más de una década y, cuando nos dimos cuenta, fue demasiado tarde y la violencia ya había tocado nuestra puerta.

 

***

El Ecuador que sí existe pero me cuesta reconocer es el que tendrá que gobernar quien gane las elecciones presidenciales el 9 de febrero de 2025 (o el 13 de abril si hay segunda vuelta). Ese Ecuador, mientras escribía este reportaje, tuvo cortes de luz de hasta 14 horas, tuvo la tasa de pobreza más alta desde la pandemia del covid-19, tuvo cuatro estados de excepción, vio cómo tres alcaldes fueron asesinados, tuvo una Vicepresidenta que no ha podido ejercer sus funciones, y vio cómo cuatro niños desaparecieron y fueron encontrados calcinados después de haber sido detenidos violentamente por militares. Fito, el líder de los Choneros,  sigue fugado trece meses después de escaparse. Colón Pico, uno de los líderes de Los Lobos, fue recapturado en abril de 2024, pero la organización se ha fortalecido.

Vivir en el Ecuador que sí existe es acostumbrarse a los militares en las calles de Quito, a carros con vidrios oscuros y sin placas, a llevar una billetera falsa para entregarla a los ladrones si llegan. Es, también, dejar de preguntarse qué pasó para empezar a vivir lo que está pasando.

 

 

El centro de la ciudad de Quevedo es ruidosa y comercial. A pesar de los altos índices de violencia, durante el día sigue siendo transitada. Fotografía de Galo Barzola para GK.

 

Luisa Ávila dice que antes de que el Ecuador dejara de ser el país que fue y se convirtiera en lo que es hoy, podía ir y venir de su trabajo, a cualquier hora y en cualquier medio de transporte. Hoy prefiere ir en bus porque hay menos riesgo de ser secuestrada o recurre a un taxi de confianza, si se le hace tarde. Ahora, siempre tiene las llaves en la mano para salir corriendo, abrir la puerta del cerramiento que flanquea su casa y sentirse a salvo. El mismo cerramiento que es un alivio para las víctimas de secuestro que imploran ayuda y lo ven abrirse.

 

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Esta historia es parte de una alianza entre GK y Dromómanos

 

*Algunos de los nombres reales en este reportaje han sido modificados por motivos de seguridad

 

 

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