Las fronteras existen para cruzarlas

El Salvador busca su redención

Por Alejandra S. Inzunza y José Luis Pardo 

 

La mutación de bandas de pandilleros hacia el crimen organizado y una marejada de violencia han puesto en jaque a Pulgarcito, como se le conoce al pequeño país. Aunque su gobierno ha hecho esfuerzos por controlar el trasiego de droga y disminuir los asesinatos, el otrora aliado de Estados Unidos en Centroamérica ya aparece en su lista negra de los países amenazados por el narcotráfico.

Aun siendo manco, siempre cargaba dos pistolas. Ahora de entre sus dedos pende un rosario. Sentado en su iglesia, un pequeño patio entre planchas de zinc y metal, el pastor Juan no ha perdido la mirada precavida y la oratoria de líder que le hizo fuerte en las calles.

A los 19 años ya era jefe pandillero y la violencia, una vieja conocida. Tenía 13 cuando recogió lo poco que los Escuadrones de la Muerte —grupos paramilitares que peleaban con los guerrilleros— dejaron del cuerpo de su hermana. Sus padres, rebeldes que peleaban contra el Gobierno, también murieron en la guerra que arrasó El Salvador entre 1980 y 1992 y en la que fallecieron unas 75 mil personas —más del 2% de la población— y otras 500 mil tuvieron que huir del país. Como muchos salvadoreños, sin nada que conservar en casa, intentó migrar a Estados Unidos pero su camino se truncó en México. De regreso a su tierra, en plena efervescencia de las grandes pandillas, fue el caudillo de Majucla, una deprimida colonia en las afueras de la capital en la que hoy predica la palabra de Dios.

Ver el cuerpo de este hombre de 42 años es como cursar una cátedra de miseria. Bajo una camiseta negra esconde los tatuajes que señalan su pasado como miembro de la Mara Salvatrucha (MS-13), la pandilla más grande de Centroamérica junto con la Barrio 18. En el abdomen sobresale la cicatriz de un balazo. Por su nariz chata fluyó el humo del crack, la droga fetiche de los desheredados de la posguerra. Su brazo derecho acaba en un muñón producto de un accidente laboral. Nunca volvió a trabajar legalmente. Su modus vivendi durante años fue la extorsión, el narcomenudeo y el sicariato. Ahora, algunos pandilleros ya no se conforman sólo con eso, ahora están coludidos con elcrimen organizado y cárteles del narcotráfico.

El gran aliado

El Salvador, al igual que Juan, ha caminado por senderos difíciles en las últimas décadas. El país más pequeño de Centroamérica, conocido como “Pulgarcito” —seis millones de habitantes y una extensión similar al Estado de México—, pasó de ser un niño huérfano por la devastación de la guerra, a un joven pendenciero metido en la violencia, el crimen y el narcotráfico. Las pandillas hicieron estragos en un país que ha alcanzado un

promedio de entre 12 y 14 asesinatos al día, según el último informe de la ONU, sólo superado en homicidios per cápita por el vecino Honduras. La extorsión, los secuestros y el consumo de drogas empezaron a proliferar de la mano de la impunidad —que alcanza 96%—, la corrupción y la debilidad del Estado, mientras que 40% de sus habitantes viven por debajo del límite de la pobreza.

El gran aliado de Estados Unidos en la región en la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado —aquí está su centro de monitoreo para Centroamérica— entró el año pasado en la lista negra del Departamento de Estado de ese país porque la circulación mensual de droga subió de una a cuatro toneladas de 2010 a 2011.

La Policía Nacional Civil (PNC) se encuentra en un viejo edificio de los años 30 donde San Miguel Arcángel, el patrón de los policías, observa a los uniformados encargados de velar por el segundo país más violento del continente. De acuerdo con el informe Military Balance de 2011, que realizó el Instituto Internacional para Estudios Estratégicos, la mayor tasa de homicidios la tiene Honduras, con 86 asesinatos por cada 100 mil habitantes. El segundo país es El Salvador, con 71.

En uno de los grandes salones, de techos altos y una larga mesa de caoba, aparece el subdirector, Mauricio Landaverde. Con un semblante de resignación al hablar de drogas y violencia, dice que en los últimos años han aparecido tres “mini-cárteles”, organizaciones que transportan la droga por tierra y la costa del Pacífico. Redes intrincadas de empresarios  locales que ponen el dinero, de policías que custodian la droga, de alcaldes que conceden permisos para construir y lavar dinero y de pandilleros que cuidan su plaza y actúan desicarios.

Todo eso lo dice sin dar nombres, pero sí zonas: “Hemos tenido situaciones como la del departamento (región) de Chalatenango, en el norte, donde la alianza entre las pandillas y crimen organizado son más sólidas y no se distingue entre una y otra”.

De pandillero a pastor

En Majucla el asfalto deja paso a la terracería y los edificios a construcciones hechas de cualquier forma y con cualquier material. La vida en este barrio pobre a las afueras de San Salvador gira en torno al penal de Mariona, que está a unas cuantas calles. Muchos de sus habitantes han estado en esta prisión o tienen un familiar en ella.

—A un amigo lo condenaron a 350 años por varios asesinatos —comenta Steve, un hombre gordo, de 1.70, rapado y sonriente.
—Es una locura —añade su compañero Mario, el hermano del pastor Juan, de rasgos afilados y parco en palabras—, se va a morir ahí adentro…

Majucla, al igual que Villa Mariona, Ciudad Futura y Villa Hermosa, es territorio de la MS 13. Hasta hace ocho años todos estos lugares estaban bajo las órdenes de Juan, ese hombre bajito, de sonrisa torcida, que saluda con la mano izquierda. Ser manco no fue un impedimento para liderar a la Villa Mariona Locos Salvatruchos, una de las innumerables clicas (grupos) en que se divide la pandilla.

A los 19 años ya tenía a más de 60 personas que seguían sus órdenes. Ya fuera robar una tienda, cobrar extorsión a los transportistas o asesinar a algún miembro del Barrio 18, los eternos rivales. Juan hablaba y los demás ejecutaban: “Cuando estás dentro lo único que te importa es acabar con tu enemigo y eso es lo que hacíamos”. La guerra que libran desde hace dos décadas las dos maras rivales han carcomido barrios como éste, en los que los servicios sociales y el Gobierno son asuntos que parecen muy lejanos. Aquí los pandilleros mandan. Juan recuerda entre risas cómo la gente le miraba con miedo y escuchaba un susurro recurrente: “ahí está el Loco Juan”. Otros ex pandilleros, además de Steve y Mario, se van reuniendo en círculo alrededor del pastor. Todos asienten cuando lo escuchan, muchos de ellos estuvieron bajo sus órdenes y ahora acuden a él en busca de consejo espiritual.

Para ellos, aunque todavía conservan los tatuajes en señal de respeto a los que fueron sus compañeros, su vida en la mara es cosa del pasado. Pero aunque el pastor Juan ya no es su líder, en Majucla las reglas siguen siendo las mismas. El año pasado fueron detenidos 16 pandilleros de esta clica que se dedicaban a la extorsión (la principal fuente de ingresos de las pandillas) en otras dos zonas pobrísimas de El Salvador, Cuscatancingo y Mejicanos. Los Villa Mariona Locos Salvatruchos cobraban 300 dólares a cambio de no matar a transportistas comerciantes. Según la Policía, este mismo grupo traficaba droga a pequeña escala.

En los tiempos de Juan, los pandilleros no eran agentes clave en el tráfico de drogas. A lo sumo eran narcomenudistas o brindaban seguridad a los traficantes locales, que entraron al negocio como contrabandistas —primero de queso, luego de armas y después de personas. “Las pandillas han evolucionado a estructuras mucho más complejas y más organizadas. Controlan territorio, son numerosas y tienen la capacidad de mutar y adaptarse a las nuevas exigencias del entorno. Por eso el crimen organizado los utiliza para muchas actividades de orden operativo y hay situaciones en los que el líder de la clica pasa a formar parte de la mafia”, apunta Jeanette Aguilar, directora del Instituto Universitario de Opinión Pública, uno de los pocos organismos que estudian el fenómeno de las maras.

Conforme crecen las clicas aumenta la gravedad de sus delitos. De los robos pasaron a los secuestros, luego la extorsión y ahora al tráfico de drogas a mayor escala.

Aunque comienza a estudiarse y a hablarse del tema, tanto oficialmente como en las calles, las formas de operar de las pandillas son un enigma.

—¿Cómo trabajan las pandillas en el tráfico de drogas?
—Hay cosas que no se pueden decir —responde Juan fríamente.

Un aprendiz de narco

A José Misael Cisneros Rodríguez le apodan el Medio Millón porque siempre tenía dinero en los bolsillos. Desde Estados Unidos a El Salvador construyó su leyenda por ser un famoso pandillero y también narcotraficante. Fue capaz de escapar hace dos años de una emboscada de 100 agentes, supuestamente tras ser avisado por un miembro de la Policía. El 28 de mayo pasado fue finalmente detenido.

Medio Millón es uno de los pocos narco-pandilleros reconocidos por las autoridades. Es líder de las clicas más violentas en el municipio de Nueva Concepción (en el occidente): Fulton Locos Salvatruchos y Hollywood Locos Salvatruchos —de la MS 13—, ligadas al Cártel de Texis, uno de las principales traficantes de droga.

Líderes pandilleros que se hayan convertido oficialmente al narco son pocos, como Moris Alexander Bercián Manchón, El Barney, cuya relación con las drogas surgió por vía sanguínea. Su padre Arturo Bercián Rivera, El Tiburón, era un coronel retirado que trabajó durante décadas para el cártel guatemalteco Los Luciano, que operaba en la frontera entre ambos países.

El Barney heredó el negocio en el departamento de Sonsonate, frontera con Guatemala, y usó su papel como líder de la clica Normandie Locos Salvatruchos para tener un brazo armado. Se le vincula a 50 asesinatos.

El poder de El Barney actualmente es tal que miembros de su grupo han ocupado plazas en los gobiernos locales, explica el subdirector de la Policía Nacional Civil, Mauricio Ramírez Landaverde: “Construyen una estructura impenetrable y difícil de atacar. En algunos casos los pandilleros buscan independizarse, como El Barney, que ya no se dedica únicamente a dar seguridad o garantizar traslado de drogas, sino asumir todo el negocio”. En 2010 fue detenido con siete kilos de cocaína y luego fue absuelto por un juez.

La mano dura

Las alianzas criminales entre pandilleros y narcos surgieron a principios de la década pasada en las cárceles como resultado de los periodos de “mano dura” del Gobierno. La administración del presidente Francisco Flores elaboró planes de cero tolerancia para atajar el problema de las pandillas. Aunque nunca se concretó en una ley, cualquier persona con tatuajes era acusada de asociación ilícita. La violencia desatada por las maras se combatió desde la impunidad policial y la falta de garantías judiciales. Héctor Rosemberg, quien trabajó durante 20 años en Fe y Alegría, una organización de prevención de la violencia y readaptación social, asegura que eso provocó el hacinamiento en las cárceles y creó un nuevo ADN delictivo. La población penitenciaria ha pasado de 5 mil a 25 mil reos en los últimos 10 años.

Lla Mara Salvatrucha y el Barrio 18—que se presume tienen entre las dos 64 mil miembros—  llevan en tregua desde marzo de este año, lo que ha hecho caer en picada los homicidios de 14 a cinco al día. Pero el Gobierno no se fía de esta paz momentánea y David Munguía Payés, ministro de Justicia y Seguridad Pública y autodenominado “gerente” de esta estrategia, no da por cerrada la vuelta a la mano dura y a las detenciones masivas.  El contexto, dice, puede empeorar: “Las pandillas pudieran convertirse en cárteles y tendrían mucho dinero y armamento. La amenaza sería mucho mayor”.

Entre los presos que esta política dejó estuvo Mario, el hermano del pastor Juan. Cuenta que lo apresaron porque lo confundieron con un conocido suyo, quien había cumplido un “encargo”. No quiere especificar más. Lo que sí detalla es que en el patio de la cárcel se sentaba siempre con su clica, pues son frecuentes las armas, los ajustes de cuentas y el tráfico de drogas. Juan, acostumbrado a dar órdenes, rezaba cada día por su hermano pequeño. Un día, al visitarlo en la prisión, un miembro del Barrio 18 le dijo al oído: “Te voy a mandar a tu hermano en cachitos a tu casa”. Él se sentía culpable por haberlo metido en su mundo. “Le prometí a Dios que si salías de allí con bien dejaba la pandilla y me dedicaba a Él”, le dice el pastor a su hermano.

La mano dura significó para Juan dejar la pandilla. Eligió la vía religiosa, la alternativa más corriente para abandonar la mara. Pero otros muchos decidieron cambiar de otra manera: Se dejaron de tatuar y se camuflaron entre la sociedad.

Juan Martínez es un antropólogo salvadoreño que ha compartido horas y horas con los pandilleros, caminando por los barrios y visitándolos en las cárceles. Ha sido testigo de cómo las pandillas se han vuelto estructuras más cerradas y clandestinas: “Los pandilleros conocen a narcotraficantes en las prisiones y los utilizan como arma para proporcionarles seguridad. Los viejos, líderes de pandilla, ya no están para andar peleando con los jóvenes en el barrio, entonces se adueñan del narcomenudeo y luego pasan al tráfico a gran escala”. El nuevo papel de El Salvador en el narcotráfico se tejió tras las rejas. Antes de ello, Pulgarcito apenas sabía lo que era la cocaína.

Los abuelos contrabandistas

Aquella noche de 1998 el entonces subdirector de la Policía Nacional Civil, Rodrigo Ávila, estaba convencido de que iba a realizar uno de los operativos contra el narcotráfico más importantes de su carrera. Sus informantes le habían asegurado que en Maculiz, una playa en el Golfo de Fonseca —donde cruza gran parte de la droga que llega desde Nicaragua—, se hacían grandes desembarcos de lanchas, que varios paquetes quedaban flotando y que pick ups con hombres armados con ametralladoras los recogían. Organizó un operativo con gente de la DEA. Capturaron a diez personas, les quitaron las armas y confiscaron la mercancía. Ávila abrió las bolsas donde supuestamente se encontraba la cocaína. Al tocarla, le pareció demasiado dura. Tomó un poco  y se la llevó a la boca…

—¡Era queso! —cuenta entre risas.

Ávila, un tipo calvo, muy alto y extrovertido, ha vivido de cerca la evolución del crimen durante dos décadas. Primero dentro de la Policía (fue director en dos periodos) y luego como candidato presidencial por el partido ARENA en 2009. De este hombre cuentan que sin importar su cargo era el primero en derribar la puerta en los operativos. Ahora, alejado de la vida pública, vive más relajado. Saluda a todos en el bar del hotel y toma cerveza mientras desgrana la historia del narcotráfico en El Salvador.

Las rutas del contrabando de quesos desde Nicaragua, donde su producción es más barata, se inició en los 70 para evadir impuestos. Durante la guerra, el tráfico de armas expandió esos caminos mientras los primeros paquetes de cocaína volaban rumbo a Miami con la anuencia de las administraciones de los presidentes estadounidenses Ronald Reagan y George Bush. El dinero de esa venta regresaba para financiar la contrainsurgencia bajo la etiqueta de “ayuda humanitaria”.

La trama, revelada años después en un informe dirigido por el senador gringo John Kerry, formaba parte de la lógica de la  Guerra Fría, en el que el objetivo de Estados Unidos era frenar la guerrilla comunista del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). “Los de la contrainsurgencia fueron los abuelos de los narcotraficantes en toda Centroamérica”, dice el antropólogo Juan Martínez.

El ex policía Ávila dice sobre ese tema que a principios de los 90 los traficantes salvadoreños eran agentes logísticos que ayudaban con alimento, gasolina o transporte a aquellos que pasaban la droga hacia el norte. Los narcos colombianos o costarricenses les pagaban en efectivo.

—Aquí no se usaba cocaína, solo la gente de mucho dinero la traía de Miami en pequeñas cantidades. El consumo y el tráfico eran mínimos.

La Convención de Viena y diversos tratados internacionales para combatir el tráfico de droga en la región, en los que participó Ávila, hicieron que los salvadoreños testificaran contra los narcotraficantes internacionales y éstos, a su vez, comenzaron a pagar a los locales con droga para involucrarlos en el negocio y evitar acusaciones.

—Desde entonces hay un fenómeno que nos afecta a El Salvador de manera dramática porque se crearon los mercados internos (es el principal consumidor de estupefacientes sintéticos de la región), además de las primeras grandes operaciones de lavado de dinero.

Hoy sigue sin haber grandes capos. Son agentes libres que lo mismo trabajan para el Cartel de Sinaloa que para Los Zetas. Así funcionaba en el oriente la banda de Los Perrones, el primer indicio de narcotráfico organizado en el país, desbaratado por las autoridades en 2008. Así es también el Cártel de Texis, que controla el codo noroccidentel del país, la principal ruta de paso de drogas de El Salvador: un atajo para la cocaína que entra por Honduras y llega a Jutiapa, uno de los bastiones del narco guatemalteco.

Además de esta organización, la Policía reconoce que operan otros dos grupos, uno en el norte y otro en el oriente. Las tres estructuras son independientes, pero han cooperado para el desarrollo de sus actividades.

Fichas negras

Si El Salvador fuera un tablero de damas, en el que las blancas son las clicas relacionadas con el narcotráfico, y las negras las pandillas tradicionales, apenas habría blancas. Serían un par de fichas aisladas en medio de un mar de pandillas cuya principal meta sigue siendo el “respeto” que se logra a través del sicariato y la extorsión.

La preocupación por el viraje de las maras al crimen organizado, sin embargo, ha calado en las autoridades y otros agentes sociales. “Desde la época de ‘mano dura’ tienen más y mejores armas. Su estrategia de supervivencia les llevó a tener más fuerza y ahora están transformándose con la vista puesta en el crimen organizado”, indica Jeanette Aguilar, del IUOP.

En Guatemala, donde hay narcotraficantes no hay pandilleros. En El Salvador, sin embargo, los mareros son necesarios para fortalecer el brazo armado de las organizaciones.

En los últimos años se ha seguido la pista de la relación de los pandilleros con cárteles transnacionales. En 2010 un informe policiaco aseguraba que doce integrantes de la MS habían viajado a Guatemala para reunirse con representantes de Los Zetas. El año anterior otro informe policial informaba que 40 habían visitado el Petén, la base más importante del ex brazo armado del Cártel del Golfo. Su objetivo era recibir adiestramiento.

A pesar de los indicios, Susana, una ex pandillera que ahora trabaja con jóvenes que crecen en contextos de violencia, piensa que nunca podrá haber una fusión entre las pandillas y los cárteles de la droga.  Hoy con el pelo recogido, aretes de perla, tacones altos y falda debajo de las rodillas, dista mucho de la imagen de “hommie”. Sin embargo, conoce bien las entrañas de las pandillas, tras 20 años en la MS, un camino que empezó al haber migrado a Estados Unidos durante la guerra en El Salvador. Ella ve con escepticismo cualquier referencia a este cambio: “La pandilla es inestable, volátil, una cuestión de ideología y de aceptación. Nada que ver con el negocio de los narcos. Es muy difícil organizar a 60 niños tatuados para que trasieguen droga”.

Un camino diferente

Todos beben Coca Cola mientras el bebé de Juan llora en un corral. Su otro hijo de seis años hace la tarea y Mario y Steve construyen puertas de acero. Algunos días a la casa llegan hasta 100 personas: muchos de ellos pandilleros, ex pandilleros y familiares, que escuchan la palabra del pastor.

Las esquinas de las polvorientas calles que rodean la iglesia viven jornadas más tranquilas desde la firma de la tregua. Hace tiempo que los vecinos no se encuentran con un cadáver en la parte trasera de sus casas. Los pequeños negocios del barrio, sin embargo, siguen pagando tributos: al que vende tanques de gas se le cobran 100 dólares y a la señora del puesto de tortillas se le exige una pequeña contribución en metálico o en especie.

“Piden lo justo para que no quiebre el negocio”, explica Juan Martínez, “tampoco se trata de hacer que todos sean aún más pobres”.

La tregua ha salvado varias vidas, pero la financiación de las pandillas, a través de la extorsión y el tráfico de drogas, es un punto que ha quedado fuera de la mesa.

Uno de los fieles del pastor Juan,  un adolescente de 16 años y pelo rizado, acaba de unirse al grupo.

—Ahora estamos intentado evitar que Fran vaya por el mal camino —comenta Juan mientras lo señala.

Fran acaba de llegar de una audiencia en los tribunales.

—¿Y qué hiciste? —se le pregunta al joven.
—Extorsioné —contesta con una sonrisa tímida.

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