Las fronteras existen para cruzarlas

El hogar de la señorita coca

Por José Luis Pardo Veiras y Alejandra Sanchez Inzunza, fotos Alejandra Sanchez Inzunza y archivo el Universal

 

 

Perú se ha convertido en el mayor productor y exportador de cocaína del mundo. En la principal zona de siembra, agricultores sobreviven vendiendo la hoja sin hacer preguntas. Políticos gobiernan bajo acusaciones de complicidad con los criminales y el último bastión de Sendero Luminoso opera entre el terrorismo y el narcotráfico. Así es el primer eslabón de la cadena de la droga. Ésta es la décima entrega de la serie publicada por Domingo, ganadora del Premio Ortega y Gasset de Periodismo.

El camino es polvoriento y lleno de curvas. En algunas partes las piedras se caen de los precipicios y bloquean la carretera por la que atraviesan pequeñas cascadas provocadas por la lluvia. Alrededor todo es verde: hectáreas y hectáreas de plantas de coca. En la pared de una casa de madera se lee una propaganda política: “Guillermo alcalde, coca”. Más adelante, entre los árboles, se puede ver un cartel: “No se admite presencia de delincuentes bajo pena de linchamiento. ¡Cuidado!”.

En la orilla de la carretera una mujer detiene nuestro coche para pedir ayuda. Su hija de dos años no para de toser y necesita que alguien la lleve al médico al poblado más cercano, a unos 15 kilómetros del lugar donde se encuentra acopiando hoja de coca junto a sus otros tres hijos. Cada semana, familias enteras trabajan en loscocales, ya sea sembrando, recogiendo o secando la planta. La coca rige la vida de esta zona pobre y alejada del resto de Perú. Los niños, sucios y llenos de mocos, suben al coche de unos desconocidos y su madre se queda en el campo a trabajar. Toma las hojas de las plantas y las tira sobre una lona para que se sequen al sol.

La región se llama Valle de los Ríos Apurimac, Ene y Mantaro (VRAEM) y, según la Organización de Naciones Unidas, es la zona con más cultivos de hoja de coca y laboratorios para la producción de pasta base y clorhidrato de cocaína en el mundo. Cada año se producen unas 200 toneladas en esta región (600 en el país), de acuerdo con la organización aunque algunos especialistas elevan la cifra a 400. Perú ha desplazado a Colombia como el país líder en la exportación de cocaína.

“Hoy tenemos 22 microcuencas cocaleras a lo largo y ancho de la selva oriental y tenemos tres grandes fuentes de exportación. Una en el trapecio amazónico hacia Europa. La autopista del Pacífico que comunica con América Central y un mercado creciente del VRAEM hacia Brasil. Esta tercera es la nueva gran tendencia”, explica Ricardo Soberón, ex zar antidrogas de Perú y fundador del Centro de Investigación de Drogas y Derechos Humanos.

Para llegar aquí desde Lima se necesitan unas 20 horas de coche, tomando en cuenta la posibilidad de que la carretera se derrumbe. Hasta 2006, el estado peruano apenas tenía presencia en esta zona, pero la resistencia del último bastión del grupo terrorista Sendero Luminoso, los Quispe Palomino, ha provocado que el Ejército intente recuperar el territorio, que también se ha convertido en la principal salida de la droga hacia Bolivia. Desde entonces se libra una batalla entre senderistas y militares, los asaltos son frecuentes, así como el intercambio de armas y droga, por lo que las autoridades han impuesto un toque de queda para que a partir de las 10 de la noche nadie circule por aquí. Hace unos meses, un helicóptero oficial fue derribado por los terroristas.

No hay otra cosa

Cheldo Pérez —34 años, moreno, ojos negros, espalda ancha— siempre ha vivido en Kimbiri, la capital de la región, un pueblo al que apenas llega internet, muchas fachadas están desconchadas, el mercado consiste en tres puestos, y en él la famosa gastronomía de Perú pierde su brillo pues sólo hay un restaurante en el que “no te vas a intoxicar”, en palabras del dueño de nuestro hotel. Cuando era un adolescente Pérez vio cómo la lucha entre Sendero Luminoso, el Ejército y los propios civiles, que se organizaron en autodefensas, multiplicaba los muertos. Eran los tiempos en que Sendero, una organización guerrillera maoísta, retó al Estado bajo el liderazgo de Abimael Guzmán, alias el “Presidente Gonzalo”, para instaurar un régimen comunista. Para ello se valió de la lucha armada y reclutaba, secuestraba y mataba campesinos en zonas como el VRAEM.

Después del conflicto Pérez decidió dedicarse, como la mayoría de los agricultores, a plantar hoja de coca, debido a que se cosecha hasta cuatro veces al año y se gana mucho más que con cualquier otro cultivo. Una arroba de hoja de coca —12 kilos— puede costar casi 500 pesos y un jornalero gana el doble trabajando en un cocal que en un plantío de cacao o café. Aunque la coca mata la tierra y no permite que se plante otro tipo de semilla durante años, no duda en dedicar sus dos hectáreas al monocultivo. “Es su caja chica. Cada tres meses ingresan efectivo para poder pagar facturas”, explica Soberón. De las 20 mil hectáreas de cocales que hay en el VRAEM, solo un 6 por ciento se comercia de manera legal y es registrado ante la Empresa Nacional de la Coca (Enaco). Los agricultores dados de alta en este organismo pueden procesar la hoja de coca para hacer té, jabones, productos medicinales o la venden para “chacchar” (masticar), una actividad típica en la región andina porque combate los efectos de la altura y mitiga la sensación de hambre, sed y cansancio. Sí. El resto es para el narcotráfico.

“Quien me la compre no es asunto mío”, dice Pérez un domingo a las siete de la mañana, mientras come ceviche en un restaurante enfrente de la plaza principal del pueblo, que ahora está en obras. “De repente, viene alguien en su camioneta y compra toda la cosecha de una”, afirma el cocalero, que cada temporada emplea a unas 60 personas en sus campos. Además los narcotraficantes pagan tres veces más que la Enaco. La mayor parte de los campesinos no saben el destino de la hoja de coca, ni que la cocaína forma parte de un negocio multimillonario que implica miles de muertos a nivel continental. “Muchos no han visto otra cosa, otras posibilidades”.

En una de las zonas más pobres de Perú, donde la mayor parte de la gente gana menos de 282 dólares al mes —el salario mínimo—, Pérez se mueve en moto, viste ropa limpia y reluciente a diferencia de los jornaleros que trabajan en los cocales, y carga en la mano su laptop. El resto se pelea por un lugar en los únicos dos cafés internet que hay en la zona.

—¿Dónde están los pozos (lugares donde la hoja de coca se convierte en pasta base de cocaína)? —le preguntamos a Cheldo Pérez mientras visitamos sus cocales.

Según el último informe de la Comisión para el Desarrollo y la Vida sin Drogas (Devida), existen al menos 200 laboratorios clandestinos en el VRAEM y cada vez son más comunes las narcopistas en toda esta zona y en la selva central.

El agricultor suelta una sonrisa, deja ver unos dientes blanquísimos, y señala lo alto de la montaña. “Allá y allá”, dice con desgana, como si aquello ya fuera un problema muy lejano para él.

La tierra de nadie

En el pabellón número siete de la cárcel de Lurigancho, el penal más grande de Perú, a unos 30 minutos de Lima, un miembro de la mafia italiana convive con un delegado de un cartel colombiano y con una mula española, de nombre Jordi, que acuciado por la crisis en España intentó un viaje de ida y vuelta en avión con una maleta cargada de droga. Flores —nombre ficticio—, un peruano cuarentón, extrovertido y de sonrisa fácil, lleva más de una década en el penal, también condenado por tráfico de drogas, y ha visto cómo a medida que su país iba ganando importancia como productor y exportador de cocaína su módulo se convertía en una pequeña ONU.

Varios presos y un guardia nos acompañan por la cárcel, entre los talleres de informática y artesanía y los pasillos en los que algunos reos consumen piedra. En el pabellón 7 hay negocios, como la pollería de Walter con sus mesas de plástico en el patio, en los que celebran pequeñas reuniones mientras al lado se juegan partidos de baloncesto. Aunque dependiendo del poder adquisitivo de cada preso unos duermen en celdas individuales, otros en compartidas y otros en un colchón sobre el suelo, se respira todo el aire posible en una cárcel en la que el número de reos cuadriplica su capacidad.

Poco antes de despedirnos, cuando el guardia que nos acompaña se aleja, Flores desliza una tarjeta con su número de celular escrito en el reverso. “Llámenme y les cuento”. Un par de días después nos contesta la llamada desde su celda:

—Era la tierra de nadie. Todos lo sabían. El Ejército también. No había control.

Flores habla del Alto Huallaga, de finales de los 80 y los 90, cuando era el epicentro de la producción en Perú. Hoy, después de muchos millones invertidos por Estados Unidos en la erradicación de la coca y de la presión de las autoridades, ha sido sustituido por el VRAEM.

Como muchos jóvenes oriundos de esa tierra limítrofe al norte con la Amazonia, quedó fascinado con la llegada de los traficantes colombianos. “Regalaban juguetes y el día de la Madre plata”, rememora Flores. Los narcos contrataban a unas 40 personas, “una cuadrilla”, que acampaban en lugares remotos durante una semana, sobreviviendo a base de latas de conservas. Primero acopiaban y maceraban la coca. Después de tres días, mezclaban la planta en un gran hoyo en el suelo —el pozo— con ácido sulfúrico, amoníaco y permanganato de potasio. La mezcla, recuerda Flores, era pestilente. Dice que si uno ve cómo se hace la pasta base nunca consumiría cocaína.

El trabajo de los peruanos, siempre custodiados por unos 20 hombres armados, acababa cuando hacían grandes bolas de pasta base, de hasta 400 gramos, y las metían en barriles.

“Nos pagaban 70 soles al día (unos 25 dólares), por trabajar de 6:00 de la mañana a 6:00 de la tarde, sin descanso. Era una miseria, pero a nosotros nos parecía mucha plata”. Cocaleros de toda la vida, poco a poco empezaron a aprender que con el debido proceso la planta podía dar muchos más réditos en el mercado ilegal.

“Hoy hay más hectáreas de coca que antes de que empezara la erradicación”, añade Soberón, quien actualmente asesora a gobiernos como el de Evo Morales en Bolivia en materia de drogas.

En su caso, Flores decidió transportar la cocaína hasta Lima. Un kilo en el lugar de origen, bien el Alto Huallaga o bien el VRAEM, ronda hoy los 800 dólares, mientras que en la capital, asentada en la costa, el precio sube hasta los mil 200 dólares promedio.

Flores ganaba unos 800 dólares en cada viaje, hasta que en uno de ellos lo detuvieron y lo condenaron.

Desde aquellos primeros tiempos, el proceso y los narcotraficantes se han sofisticado. “Lo que han hecho es reemplazar los químicos que fiscalizamos”, afirma Renzo Caballero, mayor de la Dirandro, la policía antidroga de Perú. “Ahora procesan con gasolina de 84 octanos, que es la que utilizan por ejemplo todas las lanchas que navegan en los ríos del VRAEM. ¡La gasolina es legal en todo el mundo!”.

En Kimbiri o Pichari, localidades sin un gran parque motor, proliferan las gasolineras. “También han contratado ingenieros que son capaces de cortar y soldar el metal de grandes motores sin dejar huellas. Luego envuelven los paquetes con todo tipo de papeles. Es bien complicado para los perros”, se lamenta.  Las mulas también han proliferado en esta región entre ríos. Sus habitantes afirman que muchos campesinos caminan durante días cargando en sus hombros la cocaína procesada para llevarla a los narcotraficantes que la llevan a Bolivia. Según el informe de Devida, unos 4 mil jóvenes del VRAEM se encuentran en la cárcel debido al tráfico de droga.

Caballero, que nos recibe en una mesa blanca rodeado de mapas de Perú, da la impresión de reunir todas las cualidades de un buen policía: es elocuente, conoce bien el terreno, maneja las estadísticas y está en muy buena forma física. Incluso es sincero a la hora de hablar de la paradoja que enfrenta. El año pasado realizaron más capturas, más decomisos —este año se confiscó el doble de insumos químicos que el año pasado— y se erradicaron más hectáreas que nunca y, sin embargo, el cultivo ha crecido en los últimos tiempos y los Quispe Palomino tienen un papel decisivo en la custodia de las rutas de la droga.

“Los narcotraficantes piden a los Quispe Palomino sembrar y que acordonen y protejan las rutas. Juntan clanes familiares y lavan dinero en empresas […]. De senderistas no tienen nada, son narcotraficantes”, apunta el mayor Caballero.

La policía, además, no es muy bien vista en zonas como el VRAEM. En 2012 la Dirandro utilizó como base un colegio de Kepashiato, una pequeña localidad cocalera, ante la falta de recursos. Sendero Luminoso abría fuego en la noche contra los policías. Los habitantes de la zona, alarmados por el peligro que corrían sus hijos, exigieron a la policía que se fuera del lugar. Además, siempre que los agentes se acercan a las chacras con una pala para proceder a la erradicación, hay alguna movilización en su contra. Para este año, el gobierno de Ollanta Humala pretende erradicar unas 30 mil hectáreas de hoja de coca para que Perú deje de ser el mayor productor del mundo, pero es muy complicado intentar eliminar el sustento económico de alguien y convencerlo justamente de que le están sirviendo y protegiendo.

Otro preso de Lurigancho, nacido en el VRAEM y arrestado cuando transportaba varios kilos de cocaína a Bolivia, nos contaba cómo cuando era bebé le daban en el biberón una infusión de coca. “Sí, ahí todo es coca”, dice Caballero. Los cultivos alternativos como el café, los cítricos y el cacao, que se intentan implantar como solución, aun no han irrumpido en el paisaje de la región. “Es normal, con la coca ganan diez veces más”.

LA PRODUCCIÓN, EN ASCENSO
Aunque en Perú no se conocen grandes nombres de narcotraficantes, como en Colombia o en México, los peruanos empezaron a ser actores más activos. Nacieron varios clanes (firmas) que se dedicaron a la producción y traslado de la droga hasta las fronteras del país. Hoy operan unos 40. Jaime Antezana, experto en narcotráfico, separa la primera etapa —hasta mediados de los 90—, en la que los carteles colombianos dominaban el negocio y las exportaciones eran sobre todo aéreas; de una segunda —a partir del 2000—, en la que la producción ha crecido sostenidamente, la productividad de los cultivos se ha disparado —cada 313 kilos de hoja de coca se extrae un kilo de cocaína—, y en ella, la irrupción de Sendero Luminoso ha provocado una disputa por el control de los plantíos y las rutas.

Entre tiburones y narcopolíticos

Godofredo Yucra trabajaba en un pozo de maceración de coca cuando fue detenido y condenado por tráfico de drogas. Era 1997. Quince años después, este hombre de mirada dura y parco en palabras, despachaba como gobernador de Kimbiri en un destartalado escritorio de madera, al que apenas llega la luz, entre nuevas acusaciones de pertenecer al Clan de los Tiburones, una de las firmas más célebres de la región. “Eso que lo resuelva la justicia”, es todo lo que tuvo que decir cuando le preguntamos por su pasado delictivo.

Después de atender a un ciudadano que quería realizar un cambio de domicilio, Yucra insistía en que no dejaría su cargo a pesar de las denuncias en su contra, así que cada mañana seguía llegando a su humilde oficina, que parecía más un viejo cuarto de servicio que el despacho de un político.

La denuncia se la interpuso el anterior alcalde, que fue destituido de su cargo por nepotismo, quien además ha involucrado a otros familiares del actual edil. Algunos vecinos del VRAEM, que clamaron contra la designación de Yucra —el cargo lo eligen los políticos no los ciudadanos—, hablan de él con una sonrisa de resignación. La narcopolítica es un tema común en la región.

“En Perú hay 11 o 12 narcoalcaldes y 12 narcocongresistas”, afirma Jaime Antezana, el experto en narcotráfico que hace más de tres años denuncia los lazos entre la política y los traficantes, sobre todo en regiones calientes como el VRAEM.

El alcalde de Pichari, Edilberto Gómez, “El loco Edy”, es uno de esos ediles que han tomado posesión del cargo entre acusaciones de colaborar con los delincuentes. “Todo lo que está bajo el sol se puede ver. No hay nada que esconder”, dice con hablar frenético una calurosa tarde en su despacho. “La culpa no es de quien siembra sino de quien consume”, dice orgulloso Gómez, quien cada año organiza el Festival Internacional de la Hoja Coca de Pichari, que honra a una tradición de cultivo de más de 5 mil años de antigüedad. En la fiesta se utiliza la hoja de coca para la elaboración de caramelos, pasteles y licores. Además se corona a la Señorita Coca.

La rutina en Kimbiri o Pichari parece una sucesión de escenas que representan que la vida gira en torno a la coca de manera natural, mucho más que en episodios típicos de una guerra por el control del territorio entre Ejército, narcotraficantes y Sendero Luminoso. El único que nos habló de “guerra” fue un coronel del Ejército que nos recibió en el cuartel de Pichari. “Dentro de estos muros tienen que entender que estamos en guerra”, afirmaba. Después de responder con evasivas sobre la labor de los militares en la zona nos despide con un obsequio: una baraja de póker. Cada una de las cartas tiene una foto de un senderista y debajo la recompensa que se ofrece por información valiosa para su captura: El As de diamantes es para el senderista ‘José’, el 2 de espadas es para ‘Alipio’ y el 3 de tréboles es para ‘Raúl’. Por todos se ofrece un millón de soles, es decir, alrededor de 300 mil dólares.

La sensación generalizada entre los vecinos es que la guerra atroz de los 80 y 90, que dejó unos 70 mil muertos de los que sólo se han identificado poco más de 20 mil, nunca volverá. “Con los civiles ya no se meten. Ya los derrotamos una vez. Ahora piden comida y se van”, dice Cheldo Pérez, el cocalero. Para los vecinos el conflicto es ahora algo periférico, un problema entre senderistas y los cuerpos de seguridad que afecta ocasionalmente a los habitantes del VRAEM. Piensan que la época de la violencia política nunca volverá.

A unos 15 minutos de Kimbiri, en un poblado de indígenas ashaninkas —la etnia más numerosa de la selva peruana—, la familia de Damian Michael Ciuviri, policía de la Dirandro, y el resto de la comunidad, pide justicia para averiguar quién lo asesinó. Vestidos con su traje típico, una especie de sotana marrón que les llega hasta los pies, hombres y mujeres se separan debajo de una palapa de madera y cuentan cómo desde la época de apogeo de Sendero Luminoso, su etnia ha sido afectada por el terrorismo y el narcotráfico. Los hombres se retiran y las hermanas del agente hablan rodeadas de decenas de niños que juegan a su alrededor.

Desde el viernes pasado, el día del asesinato, la familia intentó contactar con él pero nunca respondió a sus llamadas. Ciuviri estaba en un operativo porque la policía había recibido información sobre un supuesto intercambio de armas y droga entre senderistas y narcotraficantes. Los terroristas emboscaron a la patrulla en la carretera, mataron a Ciuviri, a otro compañero y dos agentes más resultaron heridos. La camioneta Nissan en la que viajaban quedó calcinada.

Los ashaninkas, un grupo guerrero que combate la explotación maderera en la región, han estado desde hace casi 40 años en medio del fuego cruzado entre la guerrilla maoísta y los militares. Hasta finales de los 90, eran reclutados a la fuerza o acusados de subversión y varios de sus integrantes fueron asesinados durante los enfrentamientos. Con la llegada del narcotráfico, la guerra tiene que ver más con tumbes de droga y emboscadas que con combates ideológicos. Días después de la emboscada, la familia de Ciuviri fue a Lima para pedir al presidente que haga justicia. “No hay asaltantes, terrucos (terroristas), drogadictos. Pero los diarios de Lima satanizan al VRAEM porque tienen que vender periódicos”, aseguraba el alcalde Gómez. Bajo la sombra de la palapa, una de las hermanas de Ciuviri sentencia sin pudor: “Si el gobierno no hace justicia, nosotros vamos a tomar las armas”. (Con información de Pablo Ferri).

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JOSÉ LUIS PARDO, ALEJANDRA S. INZUNZA y PABLO FERRI en diciembre de 2011 transformaron un Pointer 2003 en una sala de redacción. Comenzaron un recorrido por América Latina del que Domingo ha publicado esta serie de reportajes sobre Narcotráfico en la región. Son periodistas de ruta haciendo periodismo ambulante. Síguelos en Twitter:@Dromomanos

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DROGAS: LA RUTA LATINOAMERICANA

El colectivo Dromómanos realiza un recorrido por América Latina para conocer las rutas y los métodos del narcotráfico en el continente. Éstos son los reportajes que, sobre cada país, ha publicado Domingo, y los que estarán en estas páginas próximamente:

Lee las historias ya publicadas:

Guatemala: Aquí no entran los mexicanos

El Salvador: El Salvador busca su redención

Honduras: El infierno de los maras

Nicaragua: Traficantes por casualidad

Costa Rica: La colonización de los mexicanos

Panamá: En Panamá el dinero siempre queda limpio

Colombia: El narco después de Pablo Escobar

Venezuela: Los traficantes que usan uniforme militar

Ecuador: Los piratas de la droga

Esta serie obtuvo el Premio Ortega y Gasset de Periodismo 2014 y fue finalista del Premio Gabriel García Márquez de Periodismo 2013.

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