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Por Alejandra Sanchez Inzunza y Pablo Ferri

 

 

Es uno de los tres productores de hoja de coca en el mundo, pero en los últimos años han aumentado los pozos para procesar la planta y transformarla en cocaína. Se ha convertido en itinerario del narcotráfico a Europa pasando por Brasil. Aquí ya hay menos café y más coca.

Pedro tenía 16 años cuando sus pies sintieron por primera vez el calor del ácido sulfúrico. En un agujero en el suelo, una poza con las paredes forradas de plástico, metía sus pies y mezclaba ácido con agua y centenares de kilos de hoja de coca. Su trabajo consistía en pisar. Hacía un tiempo que estudiaba en Cochabamba, la capital del trópico boliviano. El dinero que sus padres le mandaban no alcanzaba para llegar a fin de mes. Un amigo le propuso entonces ir a pisar hoja de coca al Chapare, un valle de bosques húmedos a 150 kilómetros de la ciudad. Sus problemas de dinero acabaron. Viajaba varias veces al año y pisaba en las pozas durante horas hasta que las hojas soltaban todos los alcaloides, otra persona convertía el concentrado en pasta base de cocaína. Más tarde, alguien más, la convertía en cocaína pura.

Han pasado más de 20 años. Pedro —nombre ficticio—, quien prefiere omitir su verdadero nombre por motivos de seguridad, su edad exacta, sus rasgos o cualquier detalle que lo identifique. Cuenta ahora su historia en el patio trasero de una casa que no es suya, en Guayaramerín, ciudad de 40 mil habitantes en el departamento del Beni, que se encuentra en la selvática frontera de Bolivia con Brasil, una de las zonas con mayor tráfico de droga del país. Guayaramerín yace junto al río Mamoré, un afluente marrón verdoso del Amazonas donde hay serpientes y pirañas, y del que los vecinos cuentan historias como la de aquel pescador que, en 2011, cayó al agua tras golpearse la cabeza y salió sin carne en la cara.

Pero el Mamoré es sobre todo la principal fuente de ingresos de la ciudad. Cada día los brasileños cruzan de Guajara-Mírim, al otro lado de frontera con Brasil, a Guayaramerín y compran maletas, electrodomésticos, desodorantes. Del lado contrario, en vez de turistas y cazadores de gangas, Bolivia manda droga a su vecino por el río —aunque también sobre él, en avioneta— cientos de kilos de cocaína y pasta base que viajan mensualmente a Brasil y Europa.

Foto: Alejandra Sánchez Inzunza

“Se ha convertido en un país de tránsito, hace 10 años el principal problema era la producción de droga, que sigue siendo latente”, afirma el representante de la Unión Europea en Bolivia, Nicholas Haunsmann. Bolivia es el tercer productor mundial de hoja de coca detrás de Perú y Colombia. Alimenta desde hace años la demanda de Brasil, segundo consumidor mundial de cocaína y derivados luego de Estados Unidos. Entre 2006 y 2013, el Gobierno boliviano decomisó 209 toneladas de cocaína, el triple que en los siete años anteriores. El año pasado, la policía incautó 32 toneladas de pasta base en el país.

Hace unos meses, las autoridades brasileñas interceptaron un cargamento de 3.7 toneladas de coca en el puerto de Santos, cerca de Sao Paulo, cuyo destino era el mercado europeo. La droga venía de Bolivia.

Entre ambos países se extienden 3 mil 420 kilómetros de frontera, 235 más de los que separan a México de su vecino del norte. En el caso de Bolivia y Brasil la frontera es siempre boscosa, tupida, una maraña de esteros y afluentes que dificulta la vigilancia. Según el viceministro de Defensa Social, Felipe Cáceres, sólo hay unos 80 efectivos vigilando la frontera del lado boliviano. Guayaramerín integra esa maraña. Aunque la policía y la fuerza naval boliviana —que a falta de mar funciona en los ríos— custodian supuestamente las lanchas que entran y salen de la ciudad, el contrabando parece inevitable: incontables los kilómetros cuadrados de nada —campos de pasto, mangales, casuchas abandonadas— que rodean el pueblo, así como las barcas que entran y salen del puerto.

Sentado en el patio trasero de la casa, junto a un guayabo y un perro con los ojos llenos de garrapatas, Pedro dice que durante su última etapa en el negocio mandó cientos de kilos de coca al otro lado del Mamoré. “Llegué a mover 160 kilos al mes y ganaba unos 15 mil dólares”. Después Pedro se mudó a Santa Cruz, la ciudad más importante del oriente. Trabajó en una cadena de acopio, embalaje y camuflaje de cocaína dirigida por un grupo brasileño. Escondían la droga en vehículos Land Cruiser, un modelo que traía de serie un escondrijo ideal: “Ahí metíamos hasta 60 kilos y los mandábamos a Brasil —recuerda divertido—, entonces pasábamos unos 300 al mes”.

En los años que refiere Pedro, a finales de la década de los 80, Santa Cruz se convertía en la ciudad que es hoy, un punto rojo del narcotráfico. El pasado 13 de mayo, la policía incautó 120 kilos de cocaína en la ciudad, una avioneta, y desmanteló dos laboratorios de procesado. Cuatro días antes decomisó 783 kilos en dos camiones. Hace apenas tres años, las autoridades apresaron al rey de la coca en la frontera, Maximiliano Dorado, cerca del centro. “Max” traficaba desde Guayaramerín, hoy cumple condena en Brasil por tráfico de droga, asesinato, crímenes contra el sistema financiero y lavado de dinero. “Su lema era ‘ni mentiras ni ladrones’. El robo era casi muerte”, recuerda Pedro, de quien su banda en Santa Cruz cayó casi un año después de empezar a trabajar con ellos. La policía desbarató el centro de acopio y él escapó. Hasta que un día un brasileño tocó a su puerta ofreciéndole volver a trabajar, ahora desde Guayamerín, acopiando la droga de ese lado del Mamoré y organizando envíos a Guajara-Mírim. La coca le llegaba del Perú; Bolivia, en la frontera, era el centro de acopio. Los tumbes —robos de droga— le hacían estar siempre alerta. Pedro había sufrido un ataque una vez mientras mandaba una partida: una cicatriz en la cara, producto de un culatazo le recordaba la necesidad imperiosa de ser invisible para policía y tumbadores. “La policía se hace la ciega, la sorda”, dice con la convicción del que conoce el negocio, “La poli protege al traficante, al mafioso, le da protección, cobertura”.

Días después de hablar con Pedro, en un despacho con las ventanas tapadas, el jefe de la Fuerza de Lucha contra el Narcotráfico (FELCC) en Guayaramerín contaba una anécdota de trabajo con cara de frustración. “Hace un tiempo agarramos a un narco colombiano y él mismo lo dijo: ‘Vinimos a tu país porque no hay tanto control’”. Hace un par de meses, dos brasileños fueron asesinados después de atacar la sede de la FELCC para rescatar a un cómplice acusado de tráfico de drogas.

A Pedro nunca lo detuvieron. Si se salió, dice, no fue por la policía sino por los tumbadores: un primo sicario le empezó a extorsionar. Su grupo no tenía altercados. Pedro organizaba, tenía cuidado, buscaba puntos de salida en los alrededores de Guayaramerín, trochas de tierra que conducían al río. Cargaba una barquita y vadeaba el Mamoré esperando al balsero del otro lado. Al omprobar que su contacto de Guajara-Mírim tomaba posesión de la droga se volvía. Así una y otra vez. Luego llegó su primo el sicario. “Empezó a hacerme maldades, vivía de eso. Me decía ‘o me das o te denuncio’. Coincidió que a los del otro lado les agarraron un cargamento y el flujo bajó. Aproveché y me salí. Vi el final de mi vida”.

Una treintena de militares están formados en línea horizontal para atacar a un enemigo inmóvil. Solo esperan la orden de su general para salir disparados contra los miles que están en el frente contrario. Su adversario no se mueve, no es peligroso, pero es difícil de aniquilar porque siempre hay más. Al escuchar el grito del general, los soldados se enfrentan a miles de plantas de hoja de coca. Corren deprisa, machete en mano, para destrozarlas. “Atacar, atacar, a matar”, se animan unos a otros. En menos de 20 minutos acaban con todo lo que hay a su paso. Una por una, cortan hojas, ramas y troncos. En una segunda ronda, con una especie de pala acaban con las raíces para que no vuelvan a crecer. Los campesinos, dueños de esa hectárea, observan desde lejos cómo mueren las plantas que han sembrado desde hace meses y que ya miden más de un metro de altura.

Esta es sólo una de las 25 mil hectáreas de hoja de coca que hay en Bolivia. El Ejército ha ganado esta batalla en Chimoré, una región ubicada en El Chapare, la mayor zona cocalera de Bolivia, donde fue líder el presidente Evo Morales. El gobierno pretende erradicar unas 3 mil hectáreas al año como parte de su política antidrogas. “Un 94 por ciento de la hoja de coca producida en el Chapare no pasa por los canales legales y en el caso de Los Yungas es de un 65 por ciento”, afirma Cesar Guedes, representante hasta hace poco en Bolivia de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC por sus siglas en inglés).

Foto: Alejandra Sánchez Inzunza

Los Yungas, a hora y media de La Paz, es una región de precipicios y plantaciones de coca a unos 1,000 metros de altura. La coca se ha convertido casi en un monocultivo al ser una de las dos zonas con licencia para plantarla. En Bolivia, la hoja de coca es ancestral. Los campesinos siempre han trabajado en sus campos pero con los años se ha vuelto cada más rentable, ya que su cosecha da cuatro veces al año y se paga mejor: 50 kilos de café cuestan 400 bolivianos (60 dólares), mientras que por la misma cantidad de hoja de coca, una persona puede ganar casi siete veces más, alrededor de unos 3 mil bolivianos (430 dólares), además, esta mala hierba aguanta todo tipo de inclemencias a lo largo del año.

La producción es mayor que el consumo aunque todos sus habitantes acostumbran mascar grandes cantidades de coca, remedio clásico contra el mal de altura. “Si alguien compra nosotros no hacemos preguntas”, asegura Desiderio, un agricultor de Tocaña, región afoboliviana en la que sus habitantes fueron sometidos a condiciones de esclavitud hasta la reforma agraria de 1953. Los tés, el picheo y sobre todo la venta de la planta es una postal casi permanente en este pueblo.

En el Chapare, una región más tropical, cerca de Cochabamba, se concentra el 50 por ciento de la producción de hoja de coca, en Los Yungas, el 49 por ciento, y a las afueras de La Paz hay una pequeña región cocalera que concentra el 1 por ciento restante.

Es en la frontera y la región amazónica donde principalmente se llega a procesar la hoja de coca en cocaína en pozos de maceración y a lo largo del país han surgido diversas rutas en las que operan colombianos, peruanos y brasileños en conjunto con clanes bolivianos. El gobierno reconoce la presencia de grupos criminales brasileños como el Primer Comando Capital en estas zonas, que transportan la droga que va a Brasil y después a Europa.

Foto: Alejandra Sánchez Inzunza

“Brasil se ha convertido en el mercado más importante de la cocaína boliviana. Si llega a Europa para los narcos es mejor, si llega a Brasil se dan por satisfechos. El mercado europeo es mas lucrativo pero más riesgoso. Para abastecer al mercado brasileño sólo hay que cruzar la frontera y voilá, ahí está”, indica Guedes, ahora representante de la ONU en Paquistán. Solo un 1 por ciento de la droga que se produce en Bolivia, añade, se dirige a EU.

Brasil, es según la ONUDC, el “McDonalds de la droga”. La paste base y el crack se venden en las favelas en ciudades como Sao Paulo, Río de Janeiro, Bahía y Porto Alegre en grandes cantidades a un precio muy barato. “Es el groso del mercado de la droga boliviana”, apunta Guedes. Antes la hoja de coca no se procesaba en Bolivia, ahora ya sale como cocaína, en pasta base o como “agua rica”, como se le llama a la cocaína líquida en la frontera.

“Ahora muelen las hojas, las meten en unos recipientes, usan el combustible, el precursor y listo. Lo que antes era con pozas, cerca de los ríos —por el agua—, hoy día son fábricas móviles al estilo colombiano. Antes sacaban 1 kilo de 350 libras de hoja de coca seca; ahora sacan dos”, indica el viceministro de Defensa Social, Felipe Cáceres.

En 2009, el gobierno de Evo Morales aprobó un estudio de la Unión Europea para saber a ciencia cierta qué cantidad de hoja de coca se destinaba al narcotráfico y cuánto se necesitaba para el cultivo tradicional. Los resultados de la investigación no han sido difundidos porque las autoridades bolivianas consideraron que los datos eran inconsistentes y el estudio sigue en proceso, lo que ha levantado sospecha entre la comunidad internacional sobre la falta de transparencia del gobierno boliviano.

Durante el gobierno de Morales, EU redujo casi en un 90 por ciento su ayuda antidrogas al país latinoamericano. “Bolivia es estratégico porque es el corazón de Sudamérica y está al lado del Brasil. Las organizaciones criminales en puntos fronterizos están cada vez con mayores capitales e incluso mejor apoyados logísticamente. A veces por la falta de apoyo, hay operativos que concluyen sin detención ni incautación de un sólo gramo de pasta base de cocaína”, admite el viceministro.

El gobierno ha aumentado el número de erradicaciones en las zonas cocaleras. En los operativos, abiertos al público y la prensa, el presidente normalmente da un discurso sobre su nueva política antidrogas, que le ha causado la oposición de algunos sectores cocaleros, sobre todo en Los Yungas, y después un grupo de militares de la Fuerza de Tarea se enfrentan a una o media hectárea de cocales. Está armado para las cámaras. Los militares se apoyan unos a otros y corren como si se tratara de un concurso para arrancar plantas. Alrededor de la hectárea escogida, quedan cientos más y sólo en ese pedazo de tierra quedan las raíces arrancadas y las hojas de los árboles desperdigadas. Los campesinos que normalmente son afectados por el programa, vuelven a cosechar la coca.

Foto: Alejandra Sánchez Inzunza

El sicariato es pan de cada día… Dorian Arias estaba al aire en su programa en Radio Bambú cuando un hombre ensangrentado entró corriendo a la estación para esconderse de un par de sicarios que lo perseguían. “Había robado una droga, la traía en el bolsillo y entró corriendo y se metió a un cuarto”, cuenta el periodista, que en esos momentos entrevistaba al alcalde y al jefe de la policía en la habitación contigua de lo que es su casa, estudio de televisión y estación de radio. Cuando sus asistentes le avisaron, Arias se asomó y le dijo al hombre que se fuera. Minutos más tarde, llegaron los sicarios. “O nos lo entregas o entramos y lo matamos ahí mismo”, le dijeron. Al saber que el jefe de la policía estaba al lado, los hombres no tuvieron más remedio que marcharse y el herido se fue. “Probablemente lo agarraron después porque lo estaban esperando”, remata resignado Arias, uno de los periodistas más conocidos en la región.

Bolivia es uno de los países con menor índice de asesinatos en América Latina —7.7 por cada 100 mil habitantes—, pero en los últimos años los homicidios subieron 12 por ciento, sobre todo en las regiones fronterizas con Brasil. En 2013 la concejala de la oposición Dagimar Rivera fue asesinada un lunes en un karaoke, supuestamente tras haber realizar denuncias por malversación de fondos y corrupción contra la alcaldía de Guayaramerín.

“Los brasileños pasan de ese lado para matar y comprar”, dice Arias al llevarnos en su viejo coche por la ciudad. Son caminos polvosos, de tierra roja, por donde pasan contrabandistas y traficantes en la noche, rutas conocidas por los vecinos, pero a las que nadie se acerca. Conduce por las carreteras vacías, donde en las madrugadas llegan los coches o las motos cargados de droga y después la cargan en canoas que cruzan al otro lado del río. Pasa por el Carmen, el “barrio rojo”, donde no entra la policía y se esconden los sicarios. Algunos de ellos se asoman al ver el coche, mostrando sus tatuajes y cadenas de oro. “Hace unos años mataron a un niño en un ajuste de cuentas”, comenta este regordete de pelo cano, al señalar las casas coloridas de los narcos más famosos. “Los domingos”, agrega su esposa Chavela, “el padre siempre habla de los asesinatos y los sucesos de la semana y los narcos van ahí a golpearse el pecho”. El coche transita también por los barrios dominados por las pandillas, que al estilo centroamericano, se enfrentan unas a otras y dominan las calles a través de sus graffitis: Diablos Rojos, Los Chiflados y Extraterrestres son los nombres más comunes en las paredes. Al terminar el recorrido, Arias da vueltas con el coche por las dos plazas principales de la ciudad, frente a las tiendas que proliferan en el centro. Se ven decenas de carteles anunciando la candidatura a alcalde de Jessica Jordan, ex Miss Bolivia. Ningún candidato mencionó la palabra narcotráfico durante su campaña.

“Es una frontera lejana y remota, abandonada. Comparable a México y EU en que son pares de ciudades como Tijuana-San Diego, Reynosa-McAllen, pero estos lugares (Guayaramerín-Guajara Mírim o San Matías-Cáceres) viven casi exclusivamente de la actividad ilícita, contrabando de alimentos, gasolina, vehículos, personas, y narcotráfico. Son poblaciones conflictivas, donde actúa la mafia sin control alguno”, afirma Cesar Guedes.

En Guayaramerín los coches “chutos” —robados, sin placas— giran compulsivamente alrededor de las plazas. “Es común intercambiar coches por droga”, comenta Dorian Arias. Según la FELCC, a lo largo de la frontera se encuentran decenas de narcopistas y avionetas no identificadas. Gran parte de la cocaína pasa como “agua rica”, luego transformada en pasta base en la Rondonia brasileña.

“Guayamerín es un punto de acopio. Nosotros nos encontramos con droga en verduras, pelotas, electrónicos, papas, muebles, peluches y sardinas. Hay tragones y personas que se la adhieren al cuerpo. Tenemos que cazarlos porque desde que salió la DEA se redujo el armamento, el equipo y el personal a la mitad”, dice el teniente Choque de la FELCC, quien asegura, a veces ni siquiera hay combustible suficiente.

Las pandillas han proliferado en la frontera. Según Gregorio Quiroz, director de la Defensoría de la Niñez de Riberalta, una ciudad fronteriza a media hora de Guayaramerín, existen en la zona unas 20 pandillas diferentes.

El chico se hace llamar Pilingo y hace unos años era un Extraterrestre, es decir, un miembro de un grupo delincuencial que llegó a tener hasta 200 integrantes. “La mitad ya está presa o muerta”, dice el joven de 23 años.

Todo empezó bailando, a los 11 años. “Ninguno de nosotros era normal. Siete bailábamos hip hop, pop latino, robotizado. Teníamos un don. Queríamos hacer una academia, pero necesitábamos dinero. No nos sentíamos capaces y teníamos miedo. Ganamos varios concursos, pero otros nos tenían envidia y empezaron los problemas”, dice el Extraterrestre. La droga tocó a sus puertas. Según Pilingo, ya retirado, en aquel momento, no había otra forma de vivir. Hace meses busca trabajo en una constructora, sin éxito. “Comprábamos la base y hacíamos la coca. Los colombianos nos enseñaron. Nos mataron a 10maifrens en ese tiempo… no se puede confiar en los brasileños. Si andas con quemado, acabas quemado”, expresa el joven de casi 2 metros y semblante esquelético. De sus brazos resaltan decenas de tatuajes que explica uno por uno: un infierno, un cementerio y un portón con el diablo, también un borracho y un conejo de la muerte, el número 666 y a la muerte sola en el brazo izquierdo.

A su primo lo reclutaron los grupos brasileños. Llevaba droga desde Santa Cruz a Italia, España y Portugal. Cada viaje costaba 15 mil dólares y la droga se vendía en 60. “A mi me daba un mal presentimiento”, cuenta Pilingo, acompañado de su novia en las oficinas de Jimmy, un hombre que ayuda a jóvenes que quieren salir de situaciones de violencia. Su hermana también estuvo involucrada y un día, en una redada en la casa en Los Almendros, donde se reunían, la descubrieron con 1 kilo. “Traicionó a mi primo, lo inculpó. Ahora está en una cárcel en Sao Paulo, cuando salga se va a vengar”, dice el ex pandillero, quien siempre iba armado con una pistola calibre 38 o 22 por los posibles enfrentamientos.

Un día, un grupo de brasileños persiguió a Pilingo y a su grupo intentando hacerles un tumbe de droga, aunque ellos transportaban armas en ese momento. “Eran cinco motos contra dos”, recuerda. El joven decidió dejar la pandilla después de embarazar a su novia. La mayor parte de la banda empezó a caer y actualmente, dice, sólo quedan los “cachorritos”, niños de 15 y 16 años sileña, los jóvenes cruzan la frontera con bolsitas de pasta base que venden en cinco bolivianos (casi 10 pesos mexicanos).

“Si seguía ahí, todo iba a acabar mal. Me cansé de que la policía me interrogara, de no poder confiar en nadie y que un día me agarrarán o me mataran. Si te botan al río, nadie te encuentra”.

*Con información de José Luis Pardo.

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JOSÉ LUIS PARDO, ALEJANDRA S. INZUNZA y PABLO FERRI en diciembre de 2011 transformaron un Pointer 2003 en una sala de redacción. Comenzaron un recorrido por América Latina del que Domingo ha publicado esta serie de reportajes sobre Narcotráfico en la región. Son periodistas de ruta haciendo periodismo ambulante. Síguelos en Twitter:@Dromomanos

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DROGAS: LA RUTA LATINOAMERICANA

El colectivo Dromómanos realiza un recorrido por América Latina para conocer las rutas y los métodos del narcotráfico en el continente. Éstos son los reportajes que, sobre cada país, ha publicado Domingo, y los que estarán en estas páginas próximamente:

Esta serie obtuvo el Premio Ortega y Gasset de Periodismo 2014 y fue finalista del Premio Gabriel García Márquez de Periodismo 2013.

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