Por José Luis Pardo Veiras y Pablo Ferri
La caída de los grandes carteles de la droga colombianos dejó un vacío de poder que ocuparon paramilitares que nunca se desarmaron y mandos medios que sobrevivieron a la guerra del Estado contra las bandas criminales. El narcotráfico se ha atomizado, ya ningún capo intenta ser político, pero este país sigue siendo el epicentro continental del negocio
El sacerdote Carlos Alberto confesaba a un niño cuando escuchó un estruendo tan intenso que pensó que el techo de la iglesia se le caía encima. Giró la cabeza mientras sonaba otra ráfaga y vio a dos hombres, uno de ellos armado, huyendo del templo. El medio centenar de fieles que todavía oraban después de la celebración de la misa empezaron a gritar y a llorar. La señora a la que el sacerdote había saludado minutos antes se desangraba en un banco, a pocos pasos de la imagen del Santísimo, después de haber recibido tres disparos en la cabeza. Carlos Alberto corrió detrás de los sicarios hasta la plaza principal del pueblo, pero ya no había nadie.
“En un pueblito de 20 casas se perdieron… dos personas armadas se perdieron”, dice un mes después del asesinato, sentado en la misma sala en la que lloró de impotencia la mañana en que los narcotraficantes violaron el templo. El cura regresó a la iglesia y le dio la extremaunción a la víctima. Ahora Carlos Alberto camina por un templo vacío, sin el rumor de las oraciones, sin velas encendidas, sin un santo al que rezar. La Iglesia de Nuestra Señora del Carmen de El Dovio, un pueblo en el Valle del Cauca, al oeste de Colombia, está en cuarentena. Una pancarta cuelga en la entrada del templo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.
El Dovio celebraba sus fiestas, y a pesar del asesinato, la programación continúo durante un par de días. En este pueblo enclavado entre montañas, de casas coloridas y humildes, están acostumbrados a la violencia que ha azotado Colombia el último medio siglo: aquí nació Iván Urdinola Grajales, alias El Enano, uno de los cabecillas del Cartel del Norte del Valle, un capo importante en los 90, cuando los últimos patrones de la droga colombianos todavía dominaban el negocio. Durante años controló la zona, puso y quitó políticos, y también hizo regalos e inversiones para el pueblo. El Dovio, además, es la puerta de entrada al Cañón de Garrapata, un enclave que por sus condiciones climáticas, su altura y el espesor de la vegetación es ideal para el cultivo de hoja de coca y el escondite perfecto para los laboratorios.
PRIMER ACTO. En Tumaco, jóvenes de apenas 12 o 13 años, participan en montajes teatrales para concientizar. La trama puede incluir grupos armados, drogas y violencia.
Al otro lado del cañón aparece la salida al océano Pacífico: allí continúa la droga por mar rumbo al norte. Lo que nunca habían visto los habitantes de El Dovio es que los sicarios rompieran una regla no escrita del negocio y violentaran la Cruz. Ese “doble sacrilegio”, a la vida y a Dios, como lo definió Jairo de Jesús Ospina -el sacerdote más antiguo y párroco de la iglesia-, llenó de indignación a los dovienses, que también sintieron cierta zozobra al ver su templo cerrado, epicentro de la vida del pueblo. Carlos Alberto huyó por orden del obispo de la zona. “Solo tienes un trasero Carlos Alberto, si te lo llenan de balas, ¿con quién voy a compartir?”, le dijo un cura amigo. Pero a los pocos días, este sacerdote veinteañero, estilizado y de maneras delicadas, volvió al pueblo donde escuchó un disparo por primera vez, convencido de que su responsabilidad como guía es mayor que su miedo a morir. “Nadie habla porque si hablas chas. Extorsionan y no pasa nada. Hay violaciones y nada. Matan a una persona y nada. ¿Qué pensarían si su pastor no está aquí?”, dice entre risas nerviosas poco antes de acompañarnos por la iglesia vacía hasta el banco en donde se cometió el asesinato. La feligresa se llamaba Nelly Perea González, era una señora de 70 años muy conocida en el pueblo, muy beata, y también prima de un ex alcalde asesinado, cuñado del capo Iván Urdinola.
El Enano murió en prisión en 2002, pero su legado todavía tiene repercusiones nefastas. Como ocurrió con la desaparición de otros grandes capos colombianos, desde Pablo Escobar hasta los hermanos Rodríguez Orejuela, dejó un vacío de poder que han intentado llenar paramilitares que nunca abandonaron los fusiles, delincuentes comunes y mandos medios de los grandes carteles, sobrevivientes de la guerra que libraron las organizaciones de la droga entre ellas y con el Estado en los 80 y 90. En El Dovio y en el resto del país el narcotráfico pasó a manos de estos grupos, conocidos como bandas criminales (bacrim), mucho más anónimos, atomizados y sin una estructura tan férrea como sus predecesores.
Las principales son los Urabeños y los Rastrojos y actúan en todo el país. Según la Corporación Nuevo Arco Iris, que estudia el conflicto armado en Colombia desde 1996, los Urabeños son “herederos de reductos paramilitares del departamento de Antioquia y de la costa Caribe y que además cuentan con lugartenientes sobrevivientes del Cartel de Medellín”; los Rastrojos son por su parte “herederos de bloques paramilitares de los departamentos del Valle del Cauca, Chocó, Cauca y Nariño y cuentan además con lugartenientes que sobrevivieron a la guerra del Cartel del Norte del Valle”. Tras la muerte de Urdinola, sus herederos políticos se aliaron con una de las bandas del valle, los Machos, y reinaron tranquilos unos años. Los Rastrojos querían adueñarse del lugar y empezaron una guerra. Vencieron, pero nunca consiguieron esa frágil estabilidad de la que gozaban los grandes carteles. A Nelly Perea la asesinaron cuando rezaba en la iglesia porque habría ocultado a miembros de los Machos en su casa. Meses más tarde –en El Dovio dijeron que por venganza-, unos sicarios mataron a dos hermanos del alcalde actual, uno en el campo y otro en el velorio del primero. Cuentan que el edil tenía vínculos con los Rastrojos.
¿Morir sin hacer nada?
Un hombre chiquito, director del periódico El Chikito, que denuncia en formato chiquito las injusticias del Valle del Cauca, protesta cada semana en la plaza de Boyacá, la principal de Tuluá, una ciudad de unos 150,000 habitantes en el corazón de la región. El hombre, un conocido escritor, intelectual, profesor y periodista, se llama José Eddier y porta un cartel que reza: no queremos matar ni que nos maten. En los últimos meses más de una veintena de fragmentos humanos han aparecido en la ciudad producto de descuartizamientos. En los barrios populares dos facciones de la banda criminal de los Rastrojos libran una guerra por el tráfico de drogas y la extorsión. Los homicidios y el ensañamiento se han disparado. “Si me tienen que matar que no sea por hacer nada”, afirma convencido Eddier mientras conversamos en una cafetería del centro. En el mismo lugar, horas antes, un empresario de voz aguardentosa que venía de una reunión con los comerciantes afirma que acaban de decidir que si la policía no hace nada los empresarios contratarán a paramilitares de Medellín para “limpiar” a las bacrim. En esta época de guerra entre narcos, cansado de las extorsiones, el hombre, que pide mantener su nombre en el anonimato, dice que nunca las cosas habían estado tan mal. Casi añora los años en que “Diego Rastrojo”, ex líder de la banda con ese nombre, le ordenaba cerrar un club para beber e inhalar cocaína rodeado de más de una decena de trabajadoras sexuales.
El descabezamiento de las bandas ha derivado en una suerte de equipo de futbol sin entrenador, en el que cada individuo busca su cuota de protagonismo. Para Eddier, Tuluá se ha convertido en un concurso en el que el objetivo es matar lo más posible y con el mayor ensañamiento. En Aguaclara, uno de los barrios más deprimidos de la ciudad, dio un curso hace poco para concientizar a los niños.
-¿Qué quieres ser de mayor? -le preguntó a uno de sus alumnos.
-Policía -contestó el niño sin dudarlo.
-¿Para qué?
-Para aprender a usar un fierro (pistola).
El coronel Nelson Ramírez, jefe de policía del Valle, trasladó su oficina a Tuluá en septiembre de 2012, justo cuando visitábamos la ciudad, y escenificó su compromiso con un acto en la plaza de la municipalidad. Setecientos policías posaron hieráticos durante toda una tarde en la plaza, perfectamente uniformados, y en apenas una semana, la fuerza pública capturó a 57 maleantes, algunos de ellos integrantes de los Rastrojos. Un comandante ofrecía ante los habitantes de la ciudad 50 millones de pesos -unos 30,000 dólares- por alguna pista sobre Porrón, el cabecilla de la banda más poderosa de Tuluá, según la policía un sicario de 32 años, de quien no ha trascendido el nombre, que fue ascendiendo mientras caían presos los jefes con más experiencia. “Aquí lo que hay es un reajuste, una reacomodación de la banda criminal de los Rastrojos”, explica el coronel Ramírez. “Esta banda tiene dos estructuras y vienen teniendo un enfrentamiento para controlar toda la organización”. El río Tuluá, que cruza el pueblo, amaneció dos veces –en septiembre y noviembre de 2012- con brazos y piernas de hombre yaciendo en la orilla. Los habitantes de los barrios de Trinidad e Inmaculada, separados por el mismo, no cruzan porque son plazas en disputa del microtráfico. En la vía férrea que une Tuluá y Rio Frío la policía encontró una bolsa de basura con el tronco de un hombre en su interior. En agosto, vecinos del pueblo encontraron cerca de la terminal de autobuses una maleta con los restos de un hombre desmembrado. Meses más tarde, en febrero de este año, el día de San Valentín, la policía atendió a un trabajador de una empresa funeraria con los labios cosidos, los párpados sellados con pegamento y un cartel que decía “sapo” (soplón).
Doralín, una mujer delgada de 37 años con un enorme vacío en la mirada, perdió a su hijo cerca de uno de los expendios de droga por los que guerrean las bandas. Fue en la urbanización San Francisco, donde vive, un complejo de casas de ladrillo y zinc habitadas por desplazados del conflicto interno colombiano. Aquella noche se escuchó una balacera cerca de la manzana K, lote 8, parcela 1, y ella cuenta que tuvo un mal presentimiento. Minutos después supo que su hijo recibió un balazo en la espalda. Lo llevaron al hospital, pero ya no había nada que hacer. Carlos Andrés, 19 años, había muerto y se convertía así en una de las 198 víctimas que dejó la violencia el año pasado en Tulúa. La tasa de homicidios doblaba a la de Medellín, símbolo de la violencia en la época de Pablo Escobar, donde en los últimos años se ha reducido drásticamente el número de homicidios, de 381 por cada 100,000 habitantes en 1991 a 49 el año pasado. Los vecinos aseguran que entre el sonido de los disparos escucharon a un hombre decir: “Ay, hijueputa, ése no es”. Piensan que se confundieron con el hijo del dueño del expendio porque, según cuentan personas que conocieron a ambos, tenían un gran parecido físico. Dolarín sólo acierta a lamentarse: “Huí de la violencia y miré”.
TREINTA AÑOS DE ESPERA. En Tumaco, capital marítima del departamento de Nariño, cada año hay entre 220 y 250 homicidios, miles de desplazados y desaparecidos.
Tres décadas en busca de milagros
La plaza central luce repleta de retratos: un joven de 18 años, una anciana con anteojos, un hombre de color maduro, una mujer de sonrisa tímida… Son miles de fotografías. Miles de nombres de desaparecidos desde hace más de 30 años. En Tumaco, la capital marítima del departamento de Nariño, fronterizo con Ecuador y el Cauca, cada año hay entre 220 y 250 homicidios además de miles de desplazados y desaparecidos. Igual que en Tuluá o El Dovio, las bandas luchan por el control de los barrios y las rutas de la cocaína a Centroamérica y Estados Unidos.
Ana Ludi es una de la mujeres que durante el fin de semana pasado se ha dedicado a pegar las fotografías que ha acumulado en su trabajo en la diócesis en los últimos 22 años. La iglesia se ha dado a la tarea de buscar a los desaparecidos. Esta semana han realizado una exposición para concientizar sobre el tema. Se encarga de hablar con los vecinos, explicarles sus derechos, pedirles que denuncien cualquier caso de violencia. Por este trabajo, una de las hermanas de la diócesis, Yolanda Cerón, fue asesinada por un comando paramilitar el 19 de septiembre de 2001. Yolita, como le llamaban, había sido de las primeras personalidades tumaqueñas en criticar la actividad de los grupos paramilitares y denunciar sus vínculos con el ejército colombiano. Hasta que un día, después de varias amenazas, dos hombres en una moto le dispararon cuando salía de la iglesia en la misma plaza donde ahora Ana Ludi pega retratos de desaparecidos.
La mujer de 47 años se apoya en sus muletas, producto de la polio con la que nació, mientras cuenta que asesinaron a su tío hace dos años. “Hasta ahora me he limitado en preguntar, pero según oigo no sé si fueron los mismos del barrio. Escuché que lo habían matado por sapo. A Yolita también la mataron por sapa, pa’que callara la boca”.
Muertos y desaparecidos son resultado de una cadena que llega a controlar parte de la economía de Nariño. Luis Jorge Tovar, un hombre alto, canoso y elocuente, es contralmirante de la Armada colombiana y despacha en Tumaco. Llegó aquí en febrero de 2012 y maneja una cantidad de datos sólo comparable a la red infinita de esteros que rompe la tierra en la costa de Nariño: “De una hectárea de hoja de coca sacan más o menos tres kilos de cocaína, quizá hasta 10, depende de cómo rinda. Al campesino le pagan por día unos 50,000 pesos (unos 26 dólares)”, explica el militar. Una vez que la hoja de coca se convierte en pasta base, agrega, el kilo llega a costar unos 200,000 pesos (100 dólares). Y en el momento en que se hace clorhidrato de cocaína, la cifra sigue subiendo: 2.5 millones de pesos (1,300 dólares). Al llegar a Estados Unidos, ese kilo puede costar hasta 25,000 dólares y el doble en ciudades como Nueva York.
Tovar dirige la fuerza de tarea Poseidón contra el narcotráfico, con capacidad para actuar en Nariño, el Cauca y el Valle del Cauca hasta el puerto de Buenaventura, una de las llamadas “puertas” de los cárteles mexicanos para llevar la droga al norte del continente. Mientras desgrana los resultados de sus primeros meses al mando -18 laboratorios de cocaína destruidos, 110.000 galones de gasolina para los laboratorios incautada, la estructura sur de los Rastrojos desarticulada-, Tovar alude a su último “juguete”, un semisumergible, una caleta metálica con forma de torpedo y capacidad para transportar varias toneladas de cocaína. “Una tonelada no es tanto como uno cree, ¡cabe en esta mesa!”, dice mientras mira el escritorio típico de oficina de unos 120 centímetros de largo. “Pero una tonelada rinde 29 millones de dólares que van a financiar el terrorismo (las FARC)”, añade.
El aparato oxidado se encuentra decomisado a las afueras de su oficina junto con otros artefactos y vehículos utilizados para transportar drogas, sobre todo lanchas rápidas. “Cometieron un error tonto”, explica, “salieron así no más y ya nosotros les teníamos un seguimiento y simplemente fue hacer la persecución, que duró cuatro días”. Según Tovar y otras fuentes oficiales en Tumaco, los Rastrojos cohabitan en Nariño con las FARC. La guerrilla se encarga normalmente del cultivo de la hoja de coca –en Nariño se cultivan unas 14,000 hectáreas de coca, la quinta parte del total del país-, la conversión en pasta y cocaína y el almacenamiento. Las bandas criminales suelen encargarse del transporte. No es que tengan alianzas, dice Tovar, “se usan unos a otros”. El transporte funciona por cupos. Los sumergibles, semisumergibles y lanchas rápidas tienen capacidad para varios cientos de kilos –los sumergibles grandes pueden alojar hasta ocho o nueve toneladas-. Los dueños de las rutas corren la voz y ofrecen espacio a quienes quieran sacar la coca.
Las bandas que manejan el transporte funcionan como franquicias, “como las de Mc’Donalds”, aclara Tovar. Los hombres del contralmirante agarraron al cabecilla de la estructura norte de los Rastrojos, Luis Germán Cortés, alias el Fantasma, el año pasado. Ahora, dice, maneja un tal 08, aunque el dueño de toda la estructura norte es en realidad un viejo conocido de las autoridades colombianas y la DEA. Se trata de Víctor Patiño, alias El Químico, un histórico capo de los cárteles de Cali y Norte del Valle que salió de prisión en Estados Unidos hace unos meses. Tovar dice que Patiño anda en Medellín y que compró, literalmente, la lealtad de la estructura y la cadena de transporte hasta el norte.
Cae la noche en Tumaco, pero el aire caliente sigue siendo asfixiante. La atmósfera aquí es más húmeda que en el Valle del Cauca, más espesa, pegajosa. En la mesa simplona de una taberna se abren dos botellas de cerveza. Dos mujeres empiezan a hablar en voz baja. No son de allí. Trabajan para una organización extranjera que evalúa el impacto del narcotráfico en zonas aisladas del país entre otros asuntos. Acaban de volver de un viaje de varios días por los esteros de Nariño y parecen algo resignadas. Una arranca y explica:
– La coca lo ha cambiado todo aquí. Hasta hace un año y medio todo el mundo plantaba coca en los pueblos, la gente te lo dice. Vivían muy bien. Llegó un momento en que la pasta de coca se convirtió en divisa: comprabas ropa, motos… Cambiaron los hábitos de alimentación, ya nadie pescaba, compraban latas. En pueblos como Olaya Herrera o Bocas de Satinga se instaló una verdadera cultura narco, ¡había comida mexicana!
Lo cuenta con esos ojos tristes del que observa y no puede hacer nada. A veces suelta una risotada, trata de quitarle importancia; otras baja la voz y se inclina sobre el hierro viejo de la mesa y mira a la calle, arriba y abajo. Pasan coches, motos, el reggaeton rompe los tímpanos.
– El desplazamiento de la fuerza pública colombiana al suroccidente del país ha acabado de momento con la fiebre de la coca en Tumaco y Nariño. Hay pueblos que reviven cuando la fiebre vuelve, un florecimiento perverso, como Llorente. Es el típico ejemplo de pueblo que surge a consecuencia de la coca. Ahí hay una empresa de transporte que cuando empieza el auge de la coca abre la ruta con el pueblo de Hormiga, en el Putumayo (un departamento aledaño, también en la frontera con Ecuador, donde se ha plantado tradicionalmente mucha planta de coca). Es por los raspachines (los que recogen la hoja de la coca) que van a trabajar.
El auge de la coca en una zona u otra depende de la presión del estado. Antes de Nariño, el Cauca y el Valle del Cauca, el Gobierno apretó en el Putumayo. El contralmirante Tovar prevé que cuando acaben con las estructuras en Nariño, los narcos se irán a faenar al Chocó, el noroccidente del país. Entonces ellos les perseguirán allá. Dice que después ya no les quedará otra que irse del país y entonces podrán cantar victoria.
Enfrente de los retratos de personas que nunca nadie ha vuelto a ver, un grupo de jóvenes prepara una obra de teatro en la plaza central de Tumaco. En la trama, un grupo armado irrumpe en una fiesta, se lleva a las chicas, consume droga, amenaza a la gente. Son muchachos de apenas 12 o 13 años. Uno de ellos porta un fusil AK-47 fabricado con caños de hierro, sus compinches tienen pistolas de cartón. Hay peleas, disparos. Un niño se escapa de su familia para unirse a las mafias y acaba muerto. Los actores lloran frente a unas 80 personas. Los chicos escribieron la obra para imitar la cotidianidad de este puerto del pacífico colombiano, un enjambre de esteros tomado por las FARCy células de Los Rastrojos.
Alrededor de los jóvenes, algunos vecinos buscan entre las fotografías las caras de los suyos. Intentan identificar a familiares y amigos que han desaparecido en los últimos años. Se pasean alrededor de la plaza mirando los retratos como si se tratara de una muestra de arte. Otros solamente se mueven por la curiosidad mientras el público aplaude a los actores. Éstos se toman de las manos. Los organizadores de la diócesis explican que así es como los jóvenes de hoy miran Tumaco y exigen que las cosas cambien. Piden paz. Los actores sostienen una maceta con una pequeña planta y se la pasan unos a otros. Una planta que representa al propio Tumaco, que necesita crecer en paz hasta convertirse en un árbol. Con información de Alejandra S. Inzunza.