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Por José Luis Pardo y Pablo Ferri – Fotos: GDA / La Nación / Costa Rica Y El Universal

 

Costa Rica es ‘el país más feliz del mundo’. También se le llama ‘La Suiza centroamericana’. En realidad, tras la caída delos grandes cárteles colombianos, los grupos mexicanos —hasta entonces meros receptores— se expandieron por el territorio y se pusieron al mando de las bandas locales. El único país del continente sin Ejército se ha convertido en sala de operaciones y punto clave del corredor de la droga. Hoy, dicen las autoridades, es una colonia mexicana.

“Quiero hacer una película”, nos dice.

—¿Y de qué va a tratar?

—De narcotráfico, de qué va a ser si no —contesta el preso.

Se llama Rubén Martínez, es chiapaneco, tiene 52 años y una condena de 20 por tráfico de drogas. Como si quisiera reafirmar sus palabras, luce una pluma en la solapa de la playera. “Es para escribir el guión”, explica con absoluta seriedad este hombre de cejas espesas y oscuras, piel tostada y ojos azules.

Llegó hace un par de años a Costa Rica y compró un hangar para exportar mercancías, pero dice que ahora su objetivo es prevenir a los niños de Chiapas sobre los peligros de la droga. Por eso quiere contar en la gran pantalla cómo lo ilícito ha estado siempre presente en México: en los tiempos del tráfico de ganado, en la revolución zapatista… En los primeros veinte minutos de entrevista, apenas hace un intermedio en el relato de su argumento para rememorar las décadas en que sobrevoló México, primero el sur y luego el norte. “Allí piloteé varias veces avionetas del Mayo Zambada —uno de los históricos líderes del Cártel de Sinaloa—, pero que yo sepa sólo transporté pasajeros, nunca droga”, asegura.

El piloto está apurando su segundo café, con poca azúcar, ya que es diabético. Conversamos en la sala de visitas de la sección de máxima seguridad de la cárcel de Reforma, a 30 minutos de San José de Costa Rica, alrededor de una mesa de plástico sobre la que uno de sus abogados, Gilberto Villalobos, ha colocado un termo, unas galletas, algunas piezas de fruta y un expediente de cientos de páginas guardado en un archivador. Al lado un colombiano y su mujer almuerzan en unos tuppers. Somos los únicos habitantes de  este pequeño patio de 5×3 metros rodeado de una alambrada. De vez en cuando las tertulias de las dos mesas se cruzan ante la mirada de dos policías armados con fusiles que custodian a los reos.

 

—¿Quieren saber sobre narcotráfico? —nos pregunta el colombiano que está a nuestro lado, un treintañero corpulento y de pelo rapado.

Nos cuenta con una media sonrisa que ha trabajado durante años en Panamá y Costa Rica como enlace de los cárteles de su país. Supervisaba las entregas hasta que la cocaína llegaba a manos de los mexicanos. Lo que cuenta, en realidad, es un claro ejemplo de esa Costa Rica como punto de encuentro de las dos mafias más importantes del continente: la colombiana y la mexicana.

Mientras su vecino habla, Martínez hace anotaciones en una pequeña hoja de papel. Reacciona a cualquier anécdota abriendo sus grandes ojos y guarda largos silencios como incitando al interlocutor a que siga su relato. Nunca tiene la oportunidad de charlar con nadie, más allá de sus tres compañeros de celda y sus abogados. Su hija vive en Chiapas y, la que era su novia, hace tiempo que se fue de Costa Rica. La última vez que se iba a encontrar con ella fue el 11 de octubre de 2010, en la frontera con Nicaragua. La Policía se lo impidió. El día anterior una avioneta registrada a su nombre se estrelló con 177 kilos de cocaína escondidos en las alas.

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En otro pabellón de la prisión cumple condena un guatemalteco ciego y sin una pierna. Otto Monzón del Cid, de 63 años, acabó en la cárcel de Reforma hace dos después de toda una vida volando avionetas. Fue lo último que hizo antes de ser detenido.

El 10 de octubre de 2010 se levantó cuando apenas amanecía y se dirigió al aeropuerto Tobías Bolaño de Pavas, a 20 minutos de la capital. Allí, acompañado de Máximo Ramírez Cotton, uno de sus socios, embarcó una avioneta Piper Navajo. Era un aparato que conocía bien: una bimotor ligera, rápida, una de las estrellas de las últimas décadas en la aviación civil. Un vuelo más para alguien tan experto. Sin embargo, a los pocos minutos la avioneta empezó a tambalearse por el exceso de peso en las alas y se estrelló en el cauce de un río. Ramírez murió y Monzón perdió la vista y una pierna.

Las investigaciones enseguida apuntaron a Rubén Martínez. El chiapaneco era el presidente de las tres empresas para las que supuestamente trabajaba Monzón. El guatemalteco, además, lo señaló como su jefe. Según la acusación de la fiscalía, era el líder “de la organización criminal”. Coordinaba todos los detalles de los operativos para que la droga llegara a su destino. También controlaba el dinero proveniente del tráfico.

—¿Cómo se enteró de que se había estrellado la avioneta?

—En la frontera, cuando me detuvieron —responde Martínez sin perder en ningún momento la calma.

—¿Nadie le aviso al celular?

—Lo tenía apagado ese día.

—¿Pero la avioneta era de su propiedad, cómo no pudo enterarse?

Gilberto Villalobos interviene antes de que responda. Asegura que unos días antes habían formalizado la venta del aparato a un guatemalteco. “Suponemos que él se dedica a algo ilícito”, nos explica, “pero ya saben que en estos temas es mejor no hacer preguntas por la seguridad”.

—¿Por qué entonces estaba intentando cruzar la frontera justo el día después del accidente?

—Me iba a tomar unos días de descanso en Nicaragua con mi pareja.

Un oficial detuvo a Martínez —que iba acompañado por Elvis Mendoza, el cuarto integrante de la organización y quien también está en prisión— cuando intentaba cruzar por un punto “no autorizado” de la frontera. Portaba consigo un maletín con 70 mil dólares en efectivo. El agente afirma que le ofrecieron “dádivas” como último intento para que les dejara huir.

Las autoridades allanaron sus propiedades. En el hangar encontraron varias herramientas para la modificación de las aeronaves; en una de sus casas, el “embalaje típico” para los paquetes de cocaína. También una libreta en la que había anotaciones sobre los envíos.

 

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Gran parte de los costarricenses, a diferencia de Martínez, se enteraron el 10 de octubre del accidente de la avioneta. Una noticia que en otros países de la región no ocuparía más que un pie de página, en Costa Rica abrió las ediciones digitales de los diarios. Durante nuestra visita, casi dos años después, la Fiscalía Antidrogas lo consideraba uno de los casos más reseñables de su relativo éxito en la lucha contra el crimen organizado.

La Suiza centroamericana —como les gusta llamarse a si mismos— es punto y aparte, es como el vecino poco conocido que vive aislado en su fraccionamiento. Situada en la región más violenta del mundo, no tiene Ejército. Mientras los ciudadanos del norte circulan entre las fronteras con su documento de identidad, Costa Rica les exige pasaporte. “Si nosotros pudiéramos despegar, levar anclas, ya nos hubieramos ido y nos hubieran tenido que visitar en la Isla del Coco —un paradisiaco parque natural costarricense situado en el Pacífico, a 532 km del continente—”, ironiza en su despacho Mauricio Boraschi, el zar antidrogas, para explicar la diferencia de su país con el resto de la región.

Durante la décadas de los 70 y 80, mientras Guatemala, El Salvador y Nicaragua se desangraban librando guerras civiles, Costa Rica invertía en educación, salud y desarrollo. Sin ser un país rico, es el menos pobre. Aun con una tasa de homicidios de 9.7 por cada 100 mil habitantes —por encima de lo que la ONU considera epidémica—, sus niveles son nueve veces inferior a los de Honduras. Al país llegan cada año miles de turistas que visitan sus volcanes, sus parques naturales y sus playas. En el aeropuerto un cartel da la bienvenida a los visitantes: “Bienvenidos al país más feliz del mundo”. Sin embargo, el último Latinobarómetro —un estudio de opinión pública que aplica anualmente alrededor de 19 mil entrevistas en 18 países de América Latina— indicaba que los costarricenses eran los centroamericanos con más sensación de inseguridad. Desde 2006 han aparecido cuerpos mutilados, quemados, asfixiados, y se han producido tiroteos a plena luz del día entre bandas de sicarios. Un fenómeno nuevo en Costa Rica que Boraschi atribuye, en gran medida, a lo que él llama “la bajada de los mexicanos”.

“He oído a colombianos reírse de los mexicanos, decir que son cavernícolas que aún en estos tiempos pelean las plazas y tienen una guerra contra la Policía y el Ejército”, dice Boraschi, un tipo menudo de maneras ligeras. Resume así el cambio de paradigma que sufrió su país a partir del año 2000. Tras la caída de los grandes cárteles colombianos, se produjo una reestructuración de las organizaciones criminales; bandas que habían estado al servicio de los sudamericanos durante años quedaron sin mecenas y nació una nueva estirpe: los freelance. Los carteles mexicanos captaron de forma paulatina a estos grupos y se fueron adueñando del corredor centroamericano.

La presencia de narcotraficantes mexicanos en Costa Rica no era nueva. Algunos, como el mítico fundador del Cártel de Guadalajara, Rafael Caro Quintero, habían fijado su residencia en el país. La DEA lo capturó en 1985 mientras dormía en su mansión, en las cercanías del aeropuerto internacional. Entre sus pertenencias tenía una pistola incrustada con diamantes. Lo que cambió fue el papel de los mexicanos en la cadena. Hasta entonces, explica Boraschi, eran organizaciones receptivas: los carteles colombianos asumían el transporte y con ello el riesgo. En el nuevo milenio los mexicanos tomaron la iniciativa, mandaron a sus delegados a Costa Rica, asumieron el control de las operaciones, aumentaron su presencia y con ello las ganancias. Un kilo de cocaína aquí ronda los seis mil dólares, en México alcanza los 11 mil, y en Estados Unidos 50 mil. “Si los colombianos hubieran luchado el territorio quién sabe cuántos muertos hubiéramos tenido”, especula Boraschi. El factor clave para él fue que las organizaciones post grandes cárteles aprendieron de los errores de sus sucesores y encontraron mercados más apetitosos: Europa y Asia. Desde entonces, Costa Rica se convirtió en una colonia mexicana.

 

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Leonel Villalobos bebe un jugo de naranja, mira constantemente el celular y saluda a los vecinos que pasan por la cafetería a unas cuadras de su casa. Conserva el mismo trato amable y cercano que le valió un ascenso meteórico en su fase como político. Ex diputado, ex viceministro de seguridad y ex secretario del Partido de Liberación Nacional, en los corrillos del Parlamento se le llegó a apuntar como presidenciable. Esa posibilidad se diluyó hace 16 años cuando lo encontraron con 1. 5 kilos de cocaína en una casa al norte de la capital.

Estaba con una mujer con la que pretendía enviar más de 30 kilos de droga a Estados Unidos. Había caído en una trampa policial. Se le acusaba de estar aliado con el empresario Ricardo Alem, preso en una cárcel de Miami, y con quien supuestamente tenía una red de narcotráfico entre Colombia, Panamá y Costa Rica. Fue condenado a 12 años por tráfico de drogas, aunque sólo cumplió cinco días. Una vez en libertad, se convirtió en el “abogado de los narcos”.

La mayor parte de sus clientes son costarricenses, luego mexicanos y después colombianos. “Cuando yo ingresé en la cárcel era egresado en Derecho, salí y me gradué de abogado. Me especialicé en defender a todas las personas que estaban presas”, agrega el abogado con una voz histriónica, acorde con su personalidad. Sonríe constantemente al explicar que muchos de ellos han sido agentes libres, que trabajan al servicio de mexicanos o colombianos. Pero ahora, dice, principalmente son mexicanos los que lo requieren. El Ministerio de Seguridad afirma que operan en el país el Cártel de Sinaloa, la Familia Michoacana y los restos del Cártel del Golfo.

Hace unos meses Leonel Villalobos, quien trabaja con Gilberto Villalobos —su “primo”, por tener el mismo apellido—, buscó por todo San José una casa para que los mexicanos Rubén Martínez y Elvis Mendoza pudieran cumplir la prisión preventiva bajo arresto domiciliario. La encontró. Aunque la jueza autorizó el cambio, el gobierno se opuso. Los vecinos salieron a las calles a manifestarse. Alegaban que “el pueblo corría peligro”. “Es como si usted vive en una casa y, a la par suya, vive un violador y se le dice que no puede vivir allí aunque sea dueño de la casa. Se violó el derecho de propiedad y no ejecutaron la decisión de la jueza”, expone Villalobos.

A su lado se encuentra Guido, un abogado italiano que lleva toda la vida entre Costa Rica y Panamá. Dice que en algún momento vivió en casa de la cantante Yuri en la Ciudad de México, que una vez vio a un narcotraficante con un Ferrari en La Habana y que, cuando vayamos a Colombia, le llamemos porque nos puede presentar a un narcotraficante famoso en cuya casa, incluso, podemos alojarnos. Ambos hablan sobre su experiencia en el mundo de la justicia costarricense. Alegan que el delito de narcotráfico se ha “satanizado” y que tanto a nivel político como judicial se hace todo lo posible para cerrar un caso con éxito aunque se violen muchas leyes para hacerlo.

En el caso de los mexicanos, Villalobos fue separado de la causa supuestamente por haber presionado a un policía testigo para que presentara un informe a favor de sus clientes. Meses después, el testigo reconoció que lo confundió con el otro Villalobos y lo restituyeron en el caso. Aunque puso una demanda por el error, fue desechada.

El año pasado otros clientes suyos, ecuatorianos, fueron acusados de transportar 320 kilos de cocaína, a pesar de que se les encontró lejos del cargamento. Cayeron gracias a las escuchas telefónicas que, según Villalobos, es el método que utiliza la Policía para actuar sobre algún sospechoso aunque está prohibido por la ley. “La mercancía encontrada nunca fue analizada”, asegura el abogado, “nunca se supo si se trataba realmente de cocaína o harina para hornear”. Los ecuatorianos fueron condenados.

Leonel Villalobos llegó a su juicio con dos paquetes blancos plastificados y los puso sobre la mesa del juez. Enfrente de fiscales, abogados, testigos y acusados, el ex diputado comenzó a gritar en la sala: “Yo digo que estos son dos kilos de cocaína, ¿puede usted, señor juez, probarme qué no lo son?”.

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Hace unos meses un helicóptero no identificado pasaba por el cielo de Costa Rica. Sin Fuerza Aérea, el sistema de vigilancia es precario. No existe un sistema de trazas, sólo hay alianzas de monitoreo con países aledaños y Estados Unidos. Por más que se le pidió al piloto que bajara para identificarse, nunca lo hizo. El helicóptero se fue a Nicaragua. “Nosotros no supimos qué pasó porque pasamos la estafeta al siguiente país en cuanto sale de nuestro territorio”, afirma Carlos Alvarado, director del Instituto Costarricense sobre Drogas (ICD), que se encarga de realizar todos los decomisos de narcóticos y seguir las cuentas financieras de grandes narcotraficantes.

En su oficina, ubicada en un edificio laberíntico en el centro de la ciudad, Alvarado defiende la lucha pacífica contra el narcotráfico. Las avionetas no son una prioridad porque el mayor problema es el tráfico marítimo. La droga llega por las dos costas al país y se queda guardada durante meses en apartamentos o almacenes retirados para “enfriarse” y sea más difícil de rastrear. Costa Rica es una especie de bodega de 51 mil kilómetros cuadrados. Después la droga se exporta. La mayor parte de las veces vía marítima, mientras que el dinero llega vía terrestre.

Uno de esos casos involucró a Don Mario, quien ha sido chofer durante 40 años. Hace tres meses un hombre le llamó para un encargo. Consistía en llevar un tráiler de Nicaragua a Costa Rica. No sabía que había en él. El hombre, de 65 años, se ofreció a hacer el recorrido porque su hijo no podía llevarlo aquel martes y la paga le venía bien. Lo hizo como siempre, como si llevara arroz o electrodomésticos en su contenedor. Al cruzar la frontera y enfrentarse a la revisión de costumbre, se percató de repente que pasaría la vida tras las rejas. Un millón de dólares estaban escondidos en su vehículo. Leonel Villalobos, su abogado, sabe que tiene pocas posibilidades de salir: “Mientras lo detienen a él, otros diez camiones están cruzando la frontera al mismo tiempo”.

Desde 2002 a 2011, el ICD quintuplicó el número de casos sobre narcotráfico. Pasaron de 100 a 500 por año, indica Alvarado. El fenómeno también tiene que ver con la presencia de los mexicanos. Al hacerse cargo de la logística y por tanto, de la ganancia, los cárteles también cambiaron las formas de pago. El dinero fue sustituido por mercancía y así comenzó a crecer el mercado interno.

“Centroamérica dejó de ser una ruta de paso mecánico, intacto y empieza a transformarse con el uso de la cocaína y el crack. En el caso de Costa Rica uno puede explicar el incremento explosivo de la delincuencia común de forma paralela a como fue impactando y penetrando el crack en nuestra sociedad”, dice el ministro de Seguridad, Mario Zamora. Según la última Encuesta Nacional sobre Consumo de Drogas, publicada en 2012, en los últimos 15 años el porcentaje de consumidores pasó del 0.4% al 1.2%.

Al preguntar a todo tipo de autoridades cómo saben que se trata de mexicanos, todos insisten en la violencia. El fiscal Walter Espinoza dice que sólo falta echar un ojo a los expedientes. En 2010 investigaron a tres costarricenses vinculados a organizaciones mexicanas que aparecieron quemados en cuanto la Policía supo de ellos. Recientemente dos mexicanos investigados fueron encontrados asfixiados. Hasta hace una década no era normal encontrar personas decapitadas, quemadas, envueltas en adhesivos y asfixiadas. “Nosotros lo atribuimos al desplazamiento de organizaciones mexicanas a nuestro territorio y a luchas internas entre ellos, ya sea por el tráfico o por controlar la plaza, o como acciones punitivas. La violencia es su único recurso para mostrar su fortaleza”. “¿Proceso de colonización?”, se le pregunta. Espinoza asiente y agrega: “Va de norte a sur y no se detiene”.

 

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—¿Si eres inocente por qué estás en la sección de máxima seguridad? —le preguntamos al preso Rubén Martínez, quien se encoge de hombros.

—Pues no sé, porque soy mexicano —responde antes de despedirse y pedirle una pluma negra a su abogado para continuar el guión de su película.

Otros 28 compatriotas, según un informe de la Secretaria de Relaciones Exteriores publicado el año pasado, están presos en Costa Rica. Las autoridades los apuntan como los jefes de las operaciones en el país, los que manejan el nuevo esquema del narcotráfico: más violento, más pragmático e, incluso, más rentable. “Los mexicanos son más celosos con la plaza y presentan niveles de avaricia diferentes. Hemos detectado que no tienen interés en integrarse en la estructura social de nuestro país, sino que vienen a trabajar. Y su trabajo implica hacer lo que sea para conseguir el rédito que implica el tráfico de drogas. En cambio, el colombiano traía a su familia y pensaba que Costa Rica era un país donde podía hacer su vida”, analiza el Fiscal Antidrogas, Walter Espinoza.

En Costa Rica, la pena por un delito de narcotráfico (de ocho a 20 años) es más alta que la de homicidio (de 12 a 18). “A nivel político y judicial se considera que toda la problemática social es por el narcotráfico, sin analizar que todo deriva de la desigualdad social, la falta de oportunidades y una sociedad de consumo”, asegura el abogado Leonel Villalobos. “Hay algunos que no han hecho absolutamente nada y están condenados. Condenaron a uno por el supuesto uso de un teléfono y ni siquiera estuvo en el lugar de los hechos”.

A su juicio, los mexicanos siguen condenados por esta cultura. El de Rubén es el caso más mediático que le ha tocado defender. Dice que hizo la apelación, que ha demostrado que Martínez vendió la avioneta días antes de que esta cayera con los paquetes de cocaína, que el dinero que portaba está inscrito en la notaría en México y que era legal, que sus transferencias bancarias han sido comprobadas por el banco HSBC. También, dice, que ningún testigo puede ubicarlos en el aeropuerto los días previos a que volara la avioneta,  que él ordenó que se desocupara el hangar antes de que pudiera volar ese día y que no existe ningún nexo causal que demuestre que los mexicanos hayan sido narcotraficantes. Todas estas pruebas, insiste, han sido desechadas.

“Es muy difícil ganar un delito de narcotráfico. Menos mal que yo sólo defiendo a inocentes”, dice mientras ríe sarcásticamente. (Con información de Alejandra S. Inzunza)

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